viernes, 29 de enero de 2010

Itá, la hospitalaria...

Al día siguiente en Remansotoro, el fabuloso entorno que me rodea está dejando de asombrarme, eclipsado por una sensación de creciente desarraigo. Aunque los Mby´a se preocupan por mí en todo momento, añoro la complicidad del idioma y, sobre todo, de una cultura próxima.

Estos días, mi cámara y mi diario se han convertido en un “hilo de Ariadna”. Materializar en imágenes y palabras estas circunstancias extraordinarias me han ayudado a procesar; a no caer en la saturación y mantener la conciencia y el asombro ante lo vivido.

Sin embargo, el estado de mi pie ha empeorado durante la noche; casi no puedo caminar y mi ánimo decae hora tras hora. Afortunadamente, el chofer de la municipalidad de Colonia Yguazu se presenta al medio día, tripulando una ambulancia.
-El alcalde necesitaba su coche- me explica.
No puedo disimular una sonrisa ante la curiosa coincidencia: ¿Tan grave estaré? :P

De vuelta a Colonia Yguazu, me sorprende lo “civilizada” que se me antoja ahora la comunidad comparándola con Remansotoro. Dado que mi herida continúa empeorando, resuelvo renunciar a Villarrica y Caacupé, poblaciones en las que el intendente ya había organizado mis próximas visitas.

En su lugar, continuaré hasta Itá una pequeña ciudad próxima a Asunción, donde vive mi tía Gloria, misionera. La casualidad es casi siempre generosa con el viajero y, en este caso, ha querido que Gloria trabaje en un dispensario, justo lo que vengo necesitando.

De esta manera, me embarco durante varias horas en un autobús a temperaturas asfixiantes; cuando llego a Itá mi pie está completamente hinchado y caminar me supone un doloroso ejercicio.

Gloria y las demás hermanas me reciben cariñosamente y, solo entonces, tomo conciencia de cuánto extrañaba el calor de un hogar y el afecto de una familia. Estas hermanas rompen totalmente el concepto que, a lo largo de años de educación religiosa, me había formado de las monjas: son sencillas, atentas, cercanas y abiertas.

Las fiestas patronales a San Blas, vividas con gran fervor en la ciudad

Mi tía, tras media vida al servicio de esta población es un personaje muy popular, y me ha alojado en la casa de una familia acomodada de su confianza. De esta manera, conozco a Erico y Derlis, los hijos de la familia: corredores de carreras ilegales y conocidos de toda persona influyente en la zona, campan a sus anchas a 160 km/h en el caso de Erico o conduciendo con 17 años en el de Derlis. En su compañía, descubro otro Paraguay: el de la alta sociedad, el de los coches tuning con los altavoces y el sub buffer que hacen vibrar las casas, el de las discotecas de reggaetón con sus divas “perreando” a la caza de un buen braguetazo. Aquí, en una noche, cualquier joven de clase alta se gasta lo que necesita toda una familia pobre para vivir una semana.

Como un suspiro, pasan nueve días de comodidad y buena alimentación que, combinados con reposo, antibióticos, charlas y risas, terminan por cicatrizar mi herida y reponer mi ánimo. Me despido emocionado de Gloria y de las demás hermanas de San José: su humanidad me ha devuelto una parte de mi mismo que tenía extraviada. Vivir entre vosotras ha sido como tener una gran familia, o una decena de las mejores madres; gracias por abrirme las puertas de vuestro hogar y de vuestros corazones.

miércoles, 20 de enero de 2010

Remansotoro, belleza asiática.

Gracias al favor del intendente de Colonia Yguazu podría visitar Remansotoro: la reserva de los indios Mby´a, según decían en San Miguel , bastante inaccesible, tanto geográfica como humanamente hablando.

Que la gente del barrio, a cuyo corazón me había costado tanto llegar, dijera eso de sus vecinos me chocaba. ¿Serían acaso caníbales? ¿O estaría ante un nuevo prejuicio como el de muchos españoles con los latinoamericanos o los argentinos con los paraguayos? De oca a oca y tiro a romper otro tabú: al día siguiente, el servicio municipal de basuras me dejaría, de forma nada glamurosa pero efectiva, a pocos kilómetros del asentamiento indígena de Remansotoro.

Al amanecer, con el corazón encogido por el desapego, me despido de algunos amigos que ya se han levantado. Escribo una sentida carta para Elsa, su familia y las gentes de San Miguel y abandono mi último hogar. "¡Te esperamos!". "¡Vuelve pronto!" decenas de veces me detengo por el camino. Cada muestra de afecto va sumándose, eslabón a eslabón, en una preciosa cadena que me atenaza. A su lado, mi mochila es tremendamente liviana.

La última noche, mis amiguitos me despidieron llevándome una gran sandia a casa de Elsa


Obligo a mis piernas a continuar sin demora, y creo, que no respiro hasta salir del barrio. A buen paso, continúo hasta la residencia de la pareja de funcionarios, el punto de encuentro con mi "carroza" municipal. "¡Puntualidad española!" -me regaña la funcionaria- Mi despedida del barrio me ha demorado más de 30 minutos y el camión ya se ha marchado. El alcalde, en una nueva demostración de generosidad, me envía su coche, tripulado por el chófer oficial del municipio. No puedo sino sonreir discretamente ante la disparatada situación, en la que paso de viajar en le camión de la basura a hacerlo en el transporte oficial del mandamás del departamento.

El viaje, a pesar de la categoría de mi transporte, resulta del todo menos placentero: vadeamos charcos y lodazales inmensos y, mas de una vez, estamos a punto de salirnos de la "carretera" derrapando por el lodo.

Entre otras gestiones, el intendente también ha hablado con el cacique (jefe) de la reserva y con el director del colegio para anunciarles mi llegada. Así, dentro de la precariedad que reina en Remansotoro, puedo disponer de una habitación, sin cama pero con luz, puerta y cerradura, todo un lujo comparado con las casas de adobe o madera de los locales.



Los rasgos faciales de los nativos son pronunciados y hermosos. Muchos niños visten de vivos colores y la luz roja de la tierra y el sol se compinchan con su piel dorada para regalarme bellísimas instantaneas. No obstante, mi llegada a Remansotoro me ha resultado menos impactante que la de San Miguel; ¿Será que mi capacidad de asimilación ha tocado techo?















Los "civilizados" del lugar, o sea: mi chofer, el director del colegio y los demás funcionarios me hacen una pequeña ruta para que tome las fotos de rigor. Después, me insisten para que regrese con ellos a Colonia Yguazu. Ante mi negativa, se aseguran de que tenga todo lo necesario y me prometen, como si me abandonasen en las fauces de los lobos, volver a buscarme mañana a primera hora... siempre que no llueva. En caso de fuertes precipitaciones, la carretera queda inutilizable, dejando aislada la reserva.
Con esta información lapidaria en la cabeza, contemplo como se alejan los coches de los funcionarios. Mi soledad dura bien poco: como en una canción de Maná, el chamán viene a buscarme para descubrirme los encantos de la aldea, para abrirme las puertas de los hogares y para enseñarme aquel paraíso de colores.

Para ser justos con la verdad,hay que decir que mi nuevo guía es bien poco comercial: se llama Francisco, y en vez de un hueso en la nariz lleva la gorra de una compañía de seguros. Sin embargo, apesar de este matiz de realismo, personaje y lugar rezuman autenticidad. Así, paso la tarde compartiendo sonrisas con los Mby´a y lanzando miles de fotos para entusiasmo de los niños y tendinitis de mi brazo derecho.

Los paseos con el chamán a traves de los maízales, las "charlas" de gestos y carcajadas con los nativos sin entendernos una palabra, los baños en cueros en el río... todo continúa en la misma esencia de San Miguel: felicidad, sencillez, algún atavismo salvaje, y un entorno de ensueño.



Mientras lanzo fotos y más fotos, rezo por que un diluvio universal anegue el camino a Yguazu y me separe de la civilización. Ya de noche, escucho gozoso el constante tintineo de la lluvia sobre el tejado de aluminio: está visto que mañana no me voy de aqui.

Por la mañana, salgo alegre y dinámico. Me lavo la cara con el agua fría del pozo y me planteo la jornada: debo procurarme alimentos y agua, pues mis pertrechos estaban previstos para un solo día. Garcilano,el hijo del chamán, se ofrece a llevarme hasta el único negocio donde puedo comprar vitualla, pero por el camino comienzo a cojear: una herida que me hiciese jugando con los niños de Colonia Yguazu se ha infectado. La zona comienza a hincharse y el dolor se vuelve constante. Para colmo, la tienda apenas dispone de alimentos por la incomunicación que han venido sufriendo por las últimas lluvias. Lo más grave es que tampoco tienen agua embotellada u otra bebida que pueda ofrecerme garantías. Mis reservas de agua no durarán otro día; podría arriesgarme a beber agua del pozo, pero una diarrea, unida al estado de mi pie izquierdo me incapacitaría para salir de aqui por mis propios medios.

Así las cosas, desinfecto mi herida como puedo, corto por la mitad mis botellas vacías y las dispongo para recoger el agua de lluvia. Si deja de llover, mañana vendrán a buscarme; si no, en cuanto mi pie se recupere, podré emprender el regreso, a pata, con nuevas reservas de agua.

domingo, 17 de enero de 2010

A descubrir el "infierno" paraguayo...

Para comenzar fuerte, Ciudad del Este: ciudad fronteriza, de tradición contrabandista y con fama de peligrosa. No pretendo estar en ella más tiempo de lo imprescindible, pues sé por experiencia que las grandes ciudades tienen a acumular el mayor monto de miserias y de violencia de sus países.

Atravieso la unión de los ríos Iguazú y Paraná, piso tierra firme, miro la ribera argentina y me siento fuerte viéndome ahora al otro lado. Subo la montaña franqueando casitas de madera ante la mirada estupefacta de sus habitantes. Debo tomar el colectivo a Ciudad del Este en la aldea portuaria de Presidente Franco pero, por el camino, una familia me recibe con "sopa paraguaya" (una suerte de pastel de maíz) y un enorme mapa de Paraguay para indicarme los lugares más interesantes del país.

Tomo el colectivo a Ciudad del Este con una gran sonrisa: el mito comienza deshacerse... por el momento, porque según entramos en el nucleo urbano, un drogadicto se sube al colectivo navaja en mano y dice algo en guaraní al chofer. Sin perder la calma, cómo en un peaje cualquiera, el conductor toma dos billetes de el centro hueco del volante, colocados allí a todas luces para una situación como ésta, y se los entrega.

Unos metros más adelante comienza el caos: vendedores de toda índole y estatus legal abarrotan las callejuelas mientras cinco o seis vigilantes guardan con armas largas la entrada de cada banco o negocio que se precie. La gran ciudad regresa a mi en toda su plenitud: suciedad, materialismo, violencia, drogas y capitalismo en general.

Estaba mentalizado para no extrapolar la imagen de Ciudad del Este al resto de Paraguay asi que, sin dejarme amedrentar por el entorno ni por el complicadísmo sistema monetario del guaraní, realizo mis trámites lo más rápido posible y me encamino a la terminal: he decidido alejarme de la zona urbana y suburbana, para lo cual elijo al azar un pueblo camino de Asunción llamado Colonia Yguazu.

En la terminal, pregunto por el colectivo hacia la población, a lo que maleteros y pilotos me responden ambiguamente "cualquiera de la ruta siete te llevará". Inocentemente, voy preguntando a los conductores y obteniendo negativas dudosas, como si mi pregunta estuviese mal formulada.

-Tienes que preguntar por el KM 41- me susurra un chófer brasileño como si de una confesión se tratase. Sin más explicación, el conductor se da a la fuga, dejándome solo para desentrañar el misterio. Aún tardo un rato en deducir que los trabajadores del transporte colectivo esperan una "paga extraoficial" para detenerse en un lugar "extraordinario".

Me acerco a un bus destino a Asunción y le hablo a su chófer entre labios -¿Puedes dejarme en el KM 41?-
-20.000- responde sin mirarme.
-7.000- regateo.
-No acostumbro a parar, yo voy directo- insiste.
Pero ante mi silencio, sentencia:
-De acuerdo, dame 10.000 y sube-
Y, de ésta manera, embarco para el KM 41, la tierra de nadie donde no paran los colectivos.

Mi desconocimiento del "sistema" de transporte paraguayo me ha llevado casi toda la tarde; llegaré a Colonia Yguazu ya de noche, pero estoy tranquilo; me dejo llevar y confío en la providencia.

Apeándonos en el Km 41, conozco a una mujer mayor que me invita a acampar en su terreno. Venía dispuesto a dormir oculto en la maleza, pero la perspectiva de gozar de la protección de una familia paraguaya y de conocer desde dentro su sociedad, es una oportunidad demasiado tentadora. De esta manera, acompaño a Elsa, mi benefactora, alejándome de la carretera por caminos embarrados. Al rededor, la oscuridad es absoluta; no será hasta mañana cuando pueda saber cómo es esta aldea que hoy me hospeda.

Al amanecer, un coro de gallos me despierta y descubro el barrio de San Miguel: un paraíso verde engastado de casitas de madera, algunas de vivos colores. El lugar me encandila sobremanera, reteniéndome aqui día tras día. Acabo de retoceder en la involución humana, de descubrir una sociedad bucólica: la forma de vida humanizada y apacible que sueña todo vagabundo exiliado del capitalismo.

Todo parece armonizado por un equilibrio simbiótico entre hombre y naturaleza: las gallinas, pollos, gatos, ocas, perros, patos, vacas y caballos de cada casa pululan libres y sin conflicto por el espacio común, al que no sabría si denominar "calle". Por la noche, cada bestia se recoge en su hogar tan naturalmente como el sol se oculta. Los perros de cada casa ponen entonces un código de ladridos para coordinar la vigilancia del barrio. Una vigilancia aparentemente innecesaria, pues en este lugar no parece existir la violencia o el robo, ni la mayoría de las manifestaciones, por mi conocidas, de la miseria humana. La gente duerme con ventanas y puertas abiertas y los niños, mucho más numerosos que los adultos, corren libres y descalzos por todos los rincones.


El recibimiento que me dispensó el barrio fué quiparable al de un extraterrestre: los adultos interrumpían sus actividades y me seguían con la mirada por toda la calle, algunas personas venían a verme a casa de Elsa y los niños eran capaces de pasarse horas a mi lado mientras escribía, contemplándome en absoluto silencio. El tiempo no importaba, porque transcurría en calma y felicidad; cualquier mirada, cualquier gesto, era un buen motivo para sonreir.

Ójala pudiese recordar siempre esta esencia de humildad y de sencilla felicidad. Si esta es la naturaleza del ser humano, ¿cómo hemos podido pervertirnos tanto?

La fortuna increible que me supone correr descalzo por la selva en compañía de los jóvenes "salvajes" de Colonia Yguazu, o la felicidad que siento chapoteando y riendo con niños y mujeres en un riachuelo cenagoso son sensaciones de verdadera vida, destellos de autenticidad que me devuelven el entusiasmo por el mundo.

Pero, ¿que piensa el pueblo de su visitante? Tan chocante me resulta a mi descubrir este lugar como a sus lugareños encontrarse, una buena mañana, al extranjero con pelo en la cara y pendientes de mujer realizando cientos de fotos excéntricas e incomprensibles por sus calles.

El chismorreo me llevó de hogar en hogar y me fue dotando de diversas "personalidades": primero fui el vagabundo loco que viaja errante con una carpa, como un caracol; después me convertí en el amante de Elsa, mi anfitriona de 57 años, la dóblemente divorciada, la mujer "moderna" o loca del barrio, dependiendo de a quien le preguntases. Con los días, la gente fué ganando confianza y, una noche, los hombres del barrio me invitaron a "su" bar, pues las mujeres no lo pisaban si no era para servir. Después de una conversación y unas cervezas con ellos, mi estatus ascendió a periodista europeo.

La señora Elsa, a la que la rumorología convirtió en mi amante :P

Desde aquel momento, me llovieron las invitaciones para cenar en las casa de las familias más aburguesadas o para contraer diversos matrimonios con pretendientes que abarcaban desde los 14 hasta los 40 años.

Cierto día, conocí a una pareja de funcionarios que al saber que "era periodista" se pusieron en contacto con el intendente (alcalde). Así, por golpe y gracia de nuestro señor el chisme, un día me vi codeándome con la jet-set municipal. Sin embargo, no di demasiado fuelle al asunto: lo cierto es que prefería seguir corriendo descalzo por la selva con "mis niños salvajes"...


domingo, 10 de enero de 2010

Inicio titubeante: de la metrópoli a la selva

La cercana ciudad de Buenos Aires se confabula con circunstancias personales y me retiene varado durante un més; gracias a Nacho, a su gente y a la de el Salmón hostel por su apoyo en los momento más dificiles del viaje; pero pasemos página y vayamos a lo interesante...

Tras la Navidad, con varios litros de Fernet con cola en sangre y los acordes de Piojos, Kapanga y compañía aún en la cabeza, abandono la capital argentina, mi refugio "europeo" en Latinoamérica. Fiel a mi estilo rompedor, pretendo comenzar por uno de los bocados más fuertes: el desconocido y mal afamado Paraguay. Según los viajeros, es un país feo, hermético y peligroso.
Sea por tanta habladuría, por la desidia acomodada en la que me había abandonado, o por la tormenta que venía azotándonos toda la noche, al llegar a la ciudad fronteriza de Posadas, una tremenda pájara se apodera de mi y soy incapaz de abandonar el autobús, mi último refugio antes de la incertidumbre del camino.
Me aclimato a mi nuevo entorno en el "camping" de Richard, ex combatiente de Malvinas y cazador de salvaje aspecto. Allá, acampados en las lindes de la selva entre didgeridoo y fumata verde, conozco a varios mochileros y artesanos y descubro otra argentina: la de la Cumbia Villera, los Pibes Chorros y la Pachamama.


A pesar de mi ubicación geográfica, junto a la frontera guaraní, no encontraría ningún viajero o local que conociese Paraguay más allá de Ciudad del Este o Asunción. Estaba visto que tocaría lanzarse hacia adelante dando palos de ciego, pero no adelantemos acontecimientos...

Mi primera noche en Puerto Iguazú, con el ánimo trasnochado por el viaje, conozco a Carlos: un cincuentón hiperactivo y alegre, que se convierte, sin que yo ponga demasiado empeño, en el mejor gudari que Latinoamérica haya parido para Euskal Herria. Las sucesivas noches, Carlos me relataría sus cruzadas ideológicas contra los turistas españoles que frecuentaban el bar donde trabajaba :)

Carlos, en su más pura esencia :P

Al cabo de unos días de pura joda argentina, resuelvo sacar más partido a la provincia de Misiones y embarco hacia la reserva provincial de Urugua-i en compañía de Mariano y Flavia, una pareja argentina. Acampamos junto al puesto forestal de Uruzú, cuyo guardaparques nos acompaña a lo largo de nuestras noches a la luz del fuego; envueltos por la espesura, sazona nuestras cenas con sus historias de persecuciones de furtivos y rutas "macheteras" de días por el bosque virgen. Escuchando sus palabras, comienzo a tomar conciencia de la fuerza del titán selvático y los millones de seres diferentes que subyacen en su interior. La selva es un vergel de vida y muerte que, apenas salpicando unas gotas sobre mí, ya me fascina y me aterra.

Al medio día, cuando el calor nos hacía transpirar sin reservas, el acoso de los insectos se intensificaba en pos de nuestro sudor. Podía llegar a acostumbrarme, e incluso a disfrutar, al sentir las decenas y decenas de bocas y espiritrompas besándome la piel, pero por desgracia, las abejas eran tan arrogantes que se metían entre los dedos de los pies, bajo las axilas y entre la ropa. Estos momentos requerían de constante autocontrol, pues bajar el brazo, apretar los dedos o, simplemente rascarse, podía significar un severo correctivo por parte de las recolectoras de sal.

Algunos destellos de color... besos de mariposas


Por la noche, los sonidos de la selva incrementaban el enigma de sus misterios: gruñidos y ruidos inexplicables, semejantes al de una rota-flex, se escuchaban por doquier. Cuando entraba en la carpa escapando de la legión de insectos que me acosaban a despecho del repelente, decenas de mariposas nocturnas batían las alas atrapadas entre la mosquitera y la tela impermeable. Su número era tán elevado que sus movimientos emulabann el sonido de la lluvia sobre mi tienda.

Sandalias usadas, el mejor reclamo para las mariposas nocturnas...

Me siento salvájemente vivo, pero también vulnerable. Ésta no es la naturaleza domada a la que estoy acostumbrado: aquí sólo soy un individuo más, presa o cazador, anfitrión o parásito. Termino la acampada cubierto de picotazos de tábanos, mosquitos, arañas y con 14 dosis de veneno de abeja en las venas. Antes de marchar, meto por última vez los pies hinchados en el río y decenas de pececillos me cosquillean los dedos como un último presente de ésta naturaleza indómita...