viernes, 12 de marzo de 2010

La Paz, tocando el cielo...

A las 2 de la madrugada me recibe una ciudad obscura, con olor a alcohol y a violencia. Una familia que he conocido en el bus se ofrece a acercarme a una zona de alojamientos. El taxi sube y baja pronunciadas y sombrías cuestas que parecen presagiar lo peor en cada punto ciego. Algunos puestos permanecen abiertos a pesar de la hora, principalmente para surtir de alcohol a los más trasnochados. Cadáveres desecados de crías de llama cuelgan macabramente de un tenderete...


Esto es La Paz: esotérica, misteriosa, y eternamente carismática. Aporreo la puerta de un estrechísimo alojamiento. Entre penumbras, el conserje, un hombre de mono negro y cresta amarilla, me conduce a un cubículo bajo la escalera; es una habitación angosta y sin ventanas, como todo el edificio, pero un refugio más que agradecido en ésta noche negra.


Me tumbo en la cama y pienso en ésta nueva ciudad, en sus calles lóbregas y en la “sucia” discoteca de la esquina. La zona me impone pero, por primera vez en días, siento curiosidad, sorpresa… Me incorporo de un salto, paladeando la fascinación, despierto al extraño conserje para que me abra la puerta y salgo a la calle, dejando a buen recaudo todo lo valioso.


Durante un par de horas, vagabundeo perdido, sintiendo el viento frío en la cara. Es la libertad de ser una sombra más entre las callejuelas, caminando a ningún sitio, sin nada que perder.



Al día siguiente descubro una La Paz muy diferente: centenares de puestos llenan las calles de colores y aromas. De todo lo recorrido en Bolivia es lo más parecido a mis recuerdos idealizados.


La cuadra sobre la Plaza San Francisco es un hervidero de viajeros de toda índole, a la búsqueda de tours y productos turísticos, conversación, referencias nómadas o estupefacientes. Caminando por éstas calles descubro el Al Amir, regentado por bolivianos y uruguayos. Parece un tugurio escapado de la India del Pueblo de las Flores: aquí coinciden exiliados, nómadas y hippies de toda edad.


Por la tarde temprana, las charlas político-filosóficas se desparraman generosamente por las mesas; hora tras hora, son mareadas hasta perder la dirección. Los idealismos confluyen, y a veces chocan, entre el humo de la marihuana. La mayoría de los contertulios son artesanos latinoamericanos, los ponchos rojos* del anticapitalismo social y juvenil del continente. En ocasiones, mis comentarios o evidencias materiales, como la cámara, suscitan el rechazo de los más intolerantes.


En otras horas más avanzadas y amenas, todos los afanes convergen para corear música folclórica latinoamericana, no exenta de espiritualidad. Después llega la rumba catalana, el rock chileno y argentino, el Tango… la única globalización positiva posible, la multiculturalidad, exhibe aquí su sonrisa más fascinante.


Bolivianos, Japoneses, Colombianos, Franceses, Chilenos, Alemanes, Argentinos, Catalanes, Ecuatorianos, Italianos, Vascos… la noche avanza y las distancias entre nosotros incrementan o disminuyen de la mano del cannabis o la merca. Espiritualidad, rebeldía y vicio se entremezclan entonces psicodélicamente en una mala combinación de sabores.


Durante tres noches alterno entre el Al Amir y un hostel vecino. Fumo y charlo a destajo, disfrutando especialmente de las fiestas con argentinos y españoles. La Paz me devuelve el entusiasmo: la indiferencia que me acuciaba en el Chapare sólo era, felizmente, soledad mal digerida.


Escasas son las ocasiones en que logro escapar de la espiral etílico-festiva que me absorbe, pero alcanzo a visitar el popular mercado del 16 de Julio de la ciudad de El Alto, donde se vende desde ropa usada hasta piezas mecánicas pasando por todo tipo de falsificaciones y copias fraudulentas. Bolivia es, indudablemente, la capital latinoamericana del pirateo. Los discos y DVDs “truchos” se venden, sin ningún disimulo, en cualquier tienda del centro de Sucre o de La Paz.






A intervalos, recorro la ex-capital paladeando su esencia: la marabunta de voceadores, los cláxones de los taxistas, las incontables vendedoras, las barriadas obscuras de ladrillo desnudo que suben y bajan por las montañas… El carisma innegable de La Paz se va introduciendo en la mochila de sueños, que vuelve a estar abierta.


A la cuarta jornada en la ciudad me siento recompuesto, listo para afrontar un nuevo desafío que viene retándome, día tras día, desde los escaparates de las agencias turísticas: el ascenso del Huayna Potosí. El pico, cuyo nombre en Aymara significa “cerro joven”, alcanza los 6.088 m.s.n.m. y es uno de los más altos de la zona. Recordaba su imagen de mi primer viaje, cuando realicé una fácil excursión en furgoneta al vecino monte Chacaltaya. Ya por aquel entonces, la figura esbelta e imponente del Huayna Potosí me había hechizado; ahora estoy en condiciones de afrontar su “conquista”.


Se trataba de dos jornadas de ascenso, pernoctando parte de la noche en un campamento base. El primer día, asciendo sin demasiadas dificultades físicas, pero mi ánimo, frágil y últimamente consentido, se está resquebrajando. El paraíso natural que me rodea no parece poder competir con el que he abandonado en las calles de La Paz; engaños de Maya, como dirían los hinduistas.


Ya llegados al campamento base, el mal de altura comienza a castigarme conforme avanza la tarde. Al caer el sol, la hoja de coca mascada durante el día no me deja pegar ojo. A las 12 de la noche, el guía me avisa: debemos iniciar la subida pues, a partir de las 8 de la mañana, la nieve se ablanda, volviendo peligroso el ascenso a la cima.


En compañía de un francés y su guía, iniciamos la subida, con crampones y piolets y en cortísimos pasos, por la pendiente de un glaciar. Muy pronto, el mareo es una constante, la falta de oxígeno atenaza mis pulmones, la sensación de asfixia fluctúa, trayéndome a intervalos la certeza de un desmayo incipiente. La idea de abandonar se me presenta a cada minuto. “Un paso más es un paso menos”, me repito. Dejo de cuestionar, de plantear posibilidades, centro la vista en la cuerda de seguridad que une mi arnés con el del guía y camino durante horas, evadido; sólo la opresión de los pulmones, cuando doy un paso demasiado largo, me devuelve a veces a la realidad.


Unos gritos sobre el viento me devuelven la conciencia; tenemos delante una pendiente de unos 85º. Alex, mi guía, asciende en solitario, muy lentamente. Mientras esperamos, el viento sopla inmisericorde y helado, y el parcial bienestar que llena ahora mis pulmones se ve eclipsado con el frío que me invade tras escasos minutos parados.


Alex asegura la cuerda con su piolet y me indica por gestos que inicie la subida. Los primeros “pasos”, clavando piolet y crampones delanteros en la nieve helada, me hace perder angustiosamente el aliento recuperado. La sensación de desmayo es más acuciante que nunca, pero el paso atrás es ahora imposible: debo llegar, sí o sí, hasta Alex. Como una sentencia fatal, viene a mi mente las palabras pesimistas de mi padre: “Jon, eres asmático”.


Pese a todo, el ascenso continúa sin descanso, pues el frío no permite detenerse más que unos segundos. La falta de oxígeno nubla mi mente, mis recuerdos son difusos y entremezclados. En un momento de clarividencia, alcanzo a levantar la vista para contemplar el tintineo de millones de luces: las amarillas son la lejana ciudad de El Alto; las blancas son las estrellas, tantas como jamás imaginé que pudieran existir. Alex tira urgentemente de la cuerda y me reintegra al mantra inconsciente de la marcha.


Deben haber pasado varias horas cuando mi guía se detiene. Detrás de mí llega el francés, que se desploma, perdiendo la sujeción de los crampones. Su guía maldice mientras clava su piolet en la nieve: la pronunciada pendiente amenaza con llevarse el cuerpo inerte del francés. Agarro a mi compañero y quedo sorprendido al percibir en su semblante la sonrisa del triunfo. Sólo entonces, miro a nuestro alrededor: parece que hemos llegado a la cumbre. Lo asumo, pero no lo asimilo. Nublado y confundido por el agotamiento, me limito a sacar algunas fotos sin distinción.


Toda la cima está peligrosamente inclinada y el viento sopla con fuerza, así que los guías nos indican inmediatamente que debemos emprender el descenso. Alex, me conmina a abrir la marcha, y camino unos pasos de forma mecánica por un angosto sendero de nieve. En ése instante, veo el sol naciente que ilumina la cordillera andina y, sólo entonces, recupero verdaderamente la lucidez: estoy caminando por una estrecha cresta, la cúspide del Huayna Potosí. A cada lado, a muy pocos centímetros de cada uno de mis pies, se extienden inescrutables terraplenes de nieve. A lo lejos, destacando sobre el manto de nubes, brillan los demás picos de la zona. -Es lo más cercano que he estado nunca de volar- pienso gozoso. Me detengo en seco, toco el cielo con la punta de los dedos y lloro como un niño.


Los gritos impacientes de Alex, que no parece haberse percatado de nada, me devuelven al frío y el peligro de la montaña. Superadas las dificultades de la cima y sus alrededores, mi físico castigado pasa al primer plano. En complicidad con mi mente, mi organismo ha contenido la diarrea hasta llegar a la meta. Ahora se desata con premura debilitándome sobremanera. Pero nada de esto tiene demasiada importancia ya; más bien siento una enorme gratitud por éste cuerpo que me ha llevado hasta el cielo.


El resto del descenso es relativamente rápido, aunque agónico por mi debilidad física. Las piernas tiemblan terriblemente por el sobreesfuerzo de la bajada, pero el calor del Sol nos regala deliciosos minutos de tregua en éste paraíso blanco.



Ya de retorno en La Paz, el descanso dura el resto de la joven jornada y todo el día siguiente. Un descanso que, demasiado pronto, se hace más psicológico que físico; la capital me fagocita otra vez a la vida festiva y, por que no decirlo, a una realidad cercana también por lo occidental. Además de las eternas noches en el Al Amir, asisto al cine y a los partido del Bolívar: en unas jornadas, soy un hincha más de su barra, la pacífica pero apasionada "Furia Celeste". En las calles de La Paz he dejado de sentirme un extranjero…

*Ponchos Rojos: Colectivo aymara de connotación política indigenista radical. Para los nacionalistas cambas, los Ponchos Rojos son las milicias del MAS. Según la versión oficial, son reservistas civiles del ejército boliviano.

3 comentarios:

  1. *momentos mágicos*21 de agosto de 2010, 15:45

    Pasé y te leí.

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  2. Peque!! llevame en tu mochila :)

    Te quiero.

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  3. He aprovechado para leer algo más de tus sueños en esta lluviosa y fría tarde gasteiztarra que me devuelve a la realidad del crudo clima que reina en esta parte de Euskal Herria.

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