viernes, 12 de marzo de 2010

La Paz, tocando el cielo...

A las 2 de la madrugada me recibe una ciudad obscura, con olor a alcohol y a violencia. Una familia que he conocido en el bus se ofrece a acercarme a una zona de alojamientos. El taxi sube y baja pronunciadas y sombrías cuestas que parecen presagiar lo peor en cada punto ciego. Algunos puestos permanecen abiertos a pesar de la hora, principalmente para surtir de alcohol a los más trasnochados. Cadáveres desecados de crías de llama cuelgan macabramente de un tenderete...


Esto es La Paz: esotérica, misteriosa, y eternamente carismática. Aporreo la puerta de un estrechísimo alojamiento. Entre penumbras, el conserje, un hombre de mono negro y cresta amarilla, me conduce a un cubículo bajo la escalera; es una habitación angosta y sin ventanas, como todo el edificio, pero un refugio más que agradecido en ésta noche negra.


Me tumbo en la cama y pienso en ésta nueva ciudad, en sus calles lóbregas y en la “sucia” discoteca de la esquina. La zona me impone pero, por primera vez en días, siento curiosidad, sorpresa… Me incorporo de un salto, paladeando la fascinación, despierto al extraño conserje para que me abra la puerta y salgo a la calle, dejando a buen recaudo todo lo valioso.


Durante un par de horas, vagabundeo perdido, sintiendo el viento frío en la cara. Es la libertad de ser una sombra más entre las callejuelas, caminando a ningún sitio, sin nada que perder.



Al día siguiente descubro una La Paz muy diferente: centenares de puestos llenan las calles de colores y aromas. De todo lo recorrido en Bolivia es lo más parecido a mis recuerdos idealizados.


La cuadra sobre la Plaza San Francisco es un hervidero de viajeros de toda índole, a la búsqueda de tours y productos turísticos, conversación, referencias nómadas o estupefacientes. Caminando por éstas calles descubro el Al Amir, regentado por bolivianos y uruguayos. Parece un tugurio escapado de la India del Pueblo de las Flores: aquí coinciden exiliados, nómadas y hippies de toda edad.


Por la tarde temprana, las charlas político-filosóficas se desparraman generosamente por las mesas; hora tras hora, son mareadas hasta perder la dirección. Los idealismos confluyen, y a veces chocan, entre el humo de la marihuana. La mayoría de los contertulios son artesanos latinoamericanos, los ponchos rojos* del anticapitalismo social y juvenil del continente. En ocasiones, mis comentarios o evidencias materiales, como la cámara, suscitan el rechazo de los más intolerantes.


En otras horas más avanzadas y amenas, todos los afanes convergen para corear música folclórica latinoamericana, no exenta de espiritualidad. Después llega la rumba catalana, el rock chileno y argentino, el Tango… la única globalización positiva posible, la multiculturalidad, exhibe aquí su sonrisa más fascinante.


Bolivianos, Japoneses, Colombianos, Franceses, Chilenos, Alemanes, Argentinos, Catalanes, Ecuatorianos, Italianos, Vascos… la noche avanza y las distancias entre nosotros incrementan o disminuyen de la mano del cannabis o la merca. Espiritualidad, rebeldía y vicio se entremezclan entonces psicodélicamente en una mala combinación de sabores.


Durante tres noches alterno entre el Al Amir y un hostel vecino. Fumo y charlo a destajo, disfrutando especialmente de las fiestas con argentinos y españoles. La Paz me devuelve el entusiasmo: la indiferencia que me acuciaba en el Chapare sólo era, felizmente, soledad mal digerida.


Escasas son las ocasiones en que logro escapar de la espiral etílico-festiva que me absorbe, pero alcanzo a visitar el popular mercado del 16 de Julio de la ciudad de El Alto, donde se vende desde ropa usada hasta piezas mecánicas pasando por todo tipo de falsificaciones y copias fraudulentas. Bolivia es, indudablemente, la capital latinoamericana del pirateo. Los discos y DVDs “truchos” se venden, sin ningún disimulo, en cualquier tienda del centro de Sucre o de La Paz.






A intervalos, recorro la ex-capital paladeando su esencia: la marabunta de voceadores, los cláxones de los taxistas, las incontables vendedoras, las barriadas obscuras de ladrillo desnudo que suben y bajan por las montañas… El carisma innegable de La Paz se va introduciendo en la mochila de sueños, que vuelve a estar abierta.


A la cuarta jornada en la ciudad me siento recompuesto, listo para afrontar un nuevo desafío que viene retándome, día tras día, desde los escaparates de las agencias turísticas: el ascenso del Huayna Potosí. El pico, cuyo nombre en Aymara significa “cerro joven”, alcanza los 6.088 m.s.n.m. y es uno de los más altos de la zona. Recordaba su imagen de mi primer viaje, cuando realicé una fácil excursión en furgoneta al vecino monte Chacaltaya. Ya por aquel entonces, la figura esbelta e imponente del Huayna Potosí me había hechizado; ahora estoy en condiciones de afrontar su “conquista”.


Se trataba de dos jornadas de ascenso, pernoctando parte de la noche en un campamento base. El primer día, asciendo sin demasiadas dificultades físicas, pero mi ánimo, frágil y últimamente consentido, se está resquebrajando. El paraíso natural que me rodea no parece poder competir con el que he abandonado en las calles de La Paz; engaños de Maya, como dirían los hinduistas.


Ya llegados al campamento base, el mal de altura comienza a castigarme conforme avanza la tarde. Al caer el sol, la hoja de coca mascada durante el día no me deja pegar ojo. A las 12 de la noche, el guía me avisa: debemos iniciar la subida pues, a partir de las 8 de la mañana, la nieve se ablanda, volviendo peligroso el ascenso a la cima.


En compañía de un francés y su guía, iniciamos la subida, con crampones y piolets y en cortísimos pasos, por la pendiente de un glaciar. Muy pronto, el mareo es una constante, la falta de oxígeno atenaza mis pulmones, la sensación de asfixia fluctúa, trayéndome a intervalos la certeza de un desmayo incipiente. La idea de abandonar se me presenta a cada minuto. “Un paso más es un paso menos”, me repito. Dejo de cuestionar, de plantear posibilidades, centro la vista en la cuerda de seguridad que une mi arnés con el del guía y camino durante horas, evadido; sólo la opresión de los pulmones, cuando doy un paso demasiado largo, me devuelve a veces a la realidad.


Unos gritos sobre el viento me devuelven la conciencia; tenemos delante una pendiente de unos 85º. Alex, mi guía, asciende en solitario, muy lentamente. Mientras esperamos, el viento sopla inmisericorde y helado, y el parcial bienestar que llena ahora mis pulmones se ve eclipsado con el frío que me invade tras escasos minutos parados.


Alex asegura la cuerda con su piolet y me indica por gestos que inicie la subida. Los primeros “pasos”, clavando piolet y crampones delanteros en la nieve helada, me hace perder angustiosamente el aliento recuperado. La sensación de desmayo es más acuciante que nunca, pero el paso atrás es ahora imposible: debo llegar, sí o sí, hasta Alex. Como una sentencia fatal, viene a mi mente las palabras pesimistas de mi padre: “Jon, eres asmático”.


Pese a todo, el ascenso continúa sin descanso, pues el frío no permite detenerse más que unos segundos. La falta de oxígeno nubla mi mente, mis recuerdos son difusos y entremezclados. En un momento de clarividencia, alcanzo a levantar la vista para contemplar el tintineo de millones de luces: las amarillas son la lejana ciudad de El Alto; las blancas son las estrellas, tantas como jamás imaginé que pudieran existir. Alex tira urgentemente de la cuerda y me reintegra al mantra inconsciente de la marcha.


Deben haber pasado varias horas cuando mi guía se detiene. Detrás de mí llega el francés, que se desploma, perdiendo la sujeción de los crampones. Su guía maldice mientras clava su piolet en la nieve: la pronunciada pendiente amenaza con llevarse el cuerpo inerte del francés. Agarro a mi compañero y quedo sorprendido al percibir en su semblante la sonrisa del triunfo. Sólo entonces, miro a nuestro alrededor: parece que hemos llegado a la cumbre. Lo asumo, pero no lo asimilo. Nublado y confundido por el agotamiento, me limito a sacar algunas fotos sin distinción.


Toda la cima está peligrosamente inclinada y el viento sopla con fuerza, así que los guías nos indican inmediatamente que debemos emprender el descenso. Alex, me conmina a abrir la marcha, y camino unos pasos de forma mecánica por un angosto sendero de nieve. En ése instante, veo el sol naciente que ilumina la cordillera andina y, sólo entonces, recupero verdaderamente la lucidez: estoy caminando por una estrecha cresta, la cúspide del Huayna Potosí. A cada lado, a muy pocos centímetros de cada uno de mis pies, se extienden inescrutables terraplenes de nieve. A lo lejos, destacando sobre el manto de nubes, brillan los demás picos de la zona. -Es lo más cercano que he estado nunca de volar- pienso gozoso. Me detengo en seco, toco el cielo con la punta de los dedos y lloro como un niño.


Los gritos impacientes de Alex, que no parece haberse percatado de nada, me devuelven al frío y el peligro de la montaña. Superadas las dificultades de la cima y sus alrededores, mi físico castigado pasa al primer plano. En complicidad con mi mente, mi organismo ha contenido la diarrea hasta llegar a la meta. Ahora se desata con premura debilitándome sobremanera. Pero nada de esto tiene demasiada importancia ya; más bien siento una enorme gratitud por éste cuerpo que me ha llevado hasta el cielo.


El resto del descenso es relativamente rápido, aunque agónico por mi debilidad física. Las piernas tiemblan terriblemente por el sobreesfuerzo de la bajada, pero el calor del Sol nos regala deliciosos minutos de tregua en éste paraíso blanco.



Ya de retorno en La Paz, el descanso dura el resto de la joven jornada y todo el día siguiente. Un descanso que, demasiado pronto, se hace más psicológico que físico; la capital me fagocita otra vez a la vida festiva y, por que no decirlo, a una realidad cercana también por lo occidental. Además de las eternas noches en el Al Amir, asisto al cine y a los partido del Bolívar: en unas jornadas, soy un hincha más de su barra, la pacífica pero apasionada "Furia Celeste". En las calles de La Paz he dejado de sentirme un extranjero…

*Ponchos Rojos: Colectivo aymara de connotación política indigenista radical. Para los nacionalistas cambas, los Ponchos Rojos son las milicias del MAS. Según la versión oficial, son reservistas civiles del ejército boliviano.

domingo, 28 de febrero de 2010

Tiempo de lluvias...

Regreso a Sucre a primera hora de la mañana con los pies empapados por haber tenido que atravesar el río persiguiendo al trufi (furgoneta de transporte colectivo) que hacía la ruta Lupiara-Tarabuco. Traigo el cuerpo lleno de dolores musculares y el espíritu gozoso. De ésta manera, paso tres días más en la blanca y amable capital de Chuquisaca: hay mucho que escribir y un cuerpo y una mente que mimar tras el intenso ejercicio.

Al tercer día de permanencia en Sucre embarco hacia Cochabamba, y paso toda la noche dando tumbos por caminos empedrados. Llego a la ciudad al amanecer, deposito mi pesada mochila en la consigna de la terminal y me dispongo a explorar la urbe. Camino receloso: los comentarios sobre la peligrosidad de Cochabamba, combinado con la hora temprana me intranquilizan.

Recorro la ciudad desierta mirando de reojo las callejuelas y emboscado bajo mi gorra. Una comunidad de indigentes viven bajo los arcos de la plaza, por lo demás, ningún otro síntoma de riesgo o marginalidad. Son las 6:30 de un domingo lluvioso y Cochabamba continúa dormida.

Tranquilizado por la paz solitaria de las calles desiertas atravieso el centro histórico en dirección al Cristo de la Concordia. Ésta me resulta una ciudad extravagante e imprevisible que sorprende a cada cuadra con balcones, tejados de inspiración noreuropea, murales reivindicativos y extraños templos de estilo nada colonial. Sobre el rico ecosistema arquitectónico, cientos de cables eléctricos franquean cada esquina en total anarquía.

Al fin lo veo: la estatua de Cristo más grande de Latinoamérica (34´20m más 6´24m del pedestal) me espera en lo alto de su cerro con la cabeza incrustada en las nubes. El teleférico apagado y los 1399 escalones mojados no me desaniman; empapado y jadeante termino alcanzando mi objetivo.

La ciudad se extiende a mis pies y, aún bajo la mirada fría de la estatua, siento mía la urbe. Vuelvo la vista al ídolo pétreo, a sus ojos vacíos y a su cara inexpresiva. Éste Jesús posee un gesto más propio de conquistador que del amoroso hijo de Dios de la Biblia. Regreso hacia la terminal tratando de controlar el temblor de mis rodillas tras la bajada.

El mismo domingo por la tarde, decenas de maestros de la escuela pública se afanan por regresar a sus puestos en las aldeas del Chapare, la región subtropical del departamento de Cochabamba. Villa Tunari, mi próximo destino, es la principal población de la atestada ruta. De ésta manera, pronto me veo repartiendo codazos entre la marabunta de letrados batallando por un asiento en cualquiera de los trufis que hacia allá se dirigen. Con la mochila a cuestas soy demasiado pesado para competir con los experimentados usuarios del transporte inter rural, y la ley del más rápido se impone furgoneta tras furgoneta. Después de dos horas de lucha bajo la lluvia, una señora que he conocido en el curso de la “contienda” se apiada de mí y me consigue un asiento junto a ella.

Atravesamos una exuberante cordillera subtropical, como observé en Camiri, un tsunami verde de gruesos árboles. El espacio entre las copas de los árboles y el suelo es un manto heterogéneo de enredaderas y lianas. En verdad, la tierra está muchos metros por debajo de mi línea de visión: completamente tapado por el litigio de las fuerzas vegetales por la luz solar. Fijo la vista en ésta explosión de vida que borbotea por las laderas. La carrera por la luz se me antoja feroz, cruel, competitivamente capitalista; natural, al fin y al cabo. Me vienen a la mente imágenes de millares de seres humanos pujando entre sí, tratando de llegar más arriba en una empresa o defendiendo su espacio vital en el metro. Los ciudadanos de las metrópolis conforman otra selva espectacular y salvaje: la gran urbe capitalista.

Pero no hace falta ir tan lejos: acabo de recordarme a mi mismo, minutos atrás, compitiendo con los maestros por embarcarnos en éste trufi en el que ahora viajamos. Ni siquiera el irme de viaje es una salida asegurada: la superpoblación humana y el egoísmo nos condenan, a veces irremisiblemente, a la ley de Darwin.

Llego a Villa Tunari al anochecer, tras 24 horas de viaje desde que abandonase Sucre. Agotado, me instalo en un hostal asomado vertiginosamente a la margen del río. Fuera, miles de insectos y ranas cantan en los charcos de lluvia y las ramas de lo árboles...

Así, paso algunos días en ésta población del Chapare boliviano. Cada anochecer, las nubes acumuladas al pie de la sierra se abaten sobre nosotros en forma de intensísimas tormentas tropicales. En cuestión de minutos, las calles se convierten en ríos, y todo vibra, mucho más de lo que imaginaba que era posible, en cada trueno. Éste es un mundo de agua, frecuentado por titanes naturales que crean y destruyen, haciéndome sentir pequeño y vulnerable. Para colmo, los últimos corrimientos de tierras han ensanchado las orillas de río y mi hostal está a punto de perder una de sus casas, regalándome noches nada tranquilas.
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En otras circunstancias, participaría de la explosión climatológica corriendo bajo la lluvia, sintiéndome parte de tamaña fuerza, pero la apatía y la soledad me están invadiendo...

Durante algunos días recorro la región acompañado del guía José, alias “El Gusano”. Tomamos varios trufis atravesando exóticas poblaciones de casas de madera. La hoja de coca seca al sol esparcida a la puerta de cada hogar. Las construcciones de ésta zona se asemejan a las tradicionales casas asturianas pero con paredes bajas, a media altura, que sólo proporcionan intimidad a sus residentes cuando se encuentran tumbados o sentados en el segundo piso. Ante mi asombro, “El Gusano” explica que, esta inverosímil estructura, es la que mejor protege a las gentes del azote de la humedad.


-María Suarez, María Suarez, la llama Limbert García desde Cochabamba- resuenan unos altavoces. Cada pueblo de relativa importancia dispone de un centro de comunicaciones que recibe llamadas telefónicas y, por megafonía, solicita la presencia del familiar requerido.

Tras algunas horas por senderos forestales, nuestro camino muere en la orilla de un río. “El Gusano”, sin atisbo de desconcierto, extrae de su mochila tres cámaras de neumáticos, las hincha y, con aire profesional se dispone a improvisar una chalupa. Atamos un madero sobre los hinchables a modo de cubierta y, a horcajadas, remamos unos metros río adentro. A los pocos segundos estamos nadando de vuelta hacia la orilla remolcando nuestra inestable embarcación, que ha volcado tras unos bandazos de aviso.

Ya mojados y resignados, nos colocamos semi-hundidos en el interior de los neumáticos con la balsa invertida respecto a su posición inicial. Iremos más húmedos, pero nuestro centro de gravedad está en la tabla, ahora sumergida dentro del agua, lo que nos confiere la estabilidad que antes no teníamos. De ésta guisa, comenzamos a descender hacia la Villa 14, el pueblo cuna y origen de Evo Morales.

Las horas transcurren lentas mientras nos dejamos llevar por la tranquila corriente. Sólo Negro, el fiel y asilvestrado perro de José, turba la calma existente rompiendo monte de manera espectacular para seguirnos por la selva. El animal aparece, desaparece y cruza de una orilla a otra buscando las zonas de maleza menos tupida. De súbito, una enorme capibara, espantada a todas luces por Negro, salta junto a nosotros desde la orilla y se escabulle buceando en medio de un gran chapoteo. El hermoso Martín Pescador, señor del río, también nos obsequia con su visita, ésta mucho más calmada, casi gentil.


A medio día, nos detenemos a comer junto a lo que parece, vagamente, un sendero. Caminamos unos metros de espaldas al río y, tan pronto como la espesura estrecha el camino, José ordena a su perro marchar delante. Ante mi incomprensión, el guía me explica que –En la guerra por el control de la coca, los comandos antinarcóticos acostumbran a aventurarse por la selva en busca de plantaciones ilegales. Para amedrentar a la policía, los cocaleros colocan “armadillas” en los caminos a sus campos y laboratorios-. Las “armadillas” son trampas mortales elaboradas con una escopeta enfocada hacia el camino y un hilo invisible que atraviesa el sendero y activa el disparo…

Un aullido de alarma resuena en la selva y centenares de monos escapan de rama en rama, asustados por Negro, que ha abandonado su misión exploradora para seguir, una vez más, sus instintos predadores. Acosados por los mosquitos, abandonamos el paseo sin más novedades y regresamos a la margen fluvial para almorzar.

Continuando con el descenso, un árbol caído nos corta el paso atravesado de orilla a orilla. Machete en mano y hundidos en el fango, luchamos durante casi dos horas por trasladar nuestro precario transporte al otro lado. Al final, sudorosos, picado y arañados, podemos proseguir la navegación. Al atardecer, llegamos junto a una ruta empedrada donde un trufi nos “rescata” de vuelta a la civilización.

Durante los dos días siguientes en el Chapare, la desidia va apoderándose de mí: ni Santa Cruz, ni La Higuera (el pueblo donde mataron a Che Guevara) ni mi “Meca”, la meseta que me propuse alcanzar desde que salí de Buenos Aires… nada es capaz de iluminarme bajo el velo de indiferencia que me cubre.

Las noches tormentosas me acorralan siempre en mi habitación, esquivando la soledad con melancólica maría y lectura. A las horas, el dormitorio se ha convertido en mi único mundo: un refugio kafkiano siempre supervisado por la mirada serena del ventilador. Estoy a punto de abandonar, nada me motiva ya, sino es la búsqueda cibernética de posibles vuelos de vuelta a casa.

Buscando un golpe de efecto, decido renunciar al descubrimiento del Oriente Boliviano y de mi soñada meseta “peregrina”. No estoy en condiciones de abrir camino, en su lugar, recurro a la ilusión de los recuerdos: viajaré a La Paz y después me refugiaré en el útero apacible y maternal del viejo Titicaca...

miércoles, 17 de febrero de 2010

Sierra chuquisaqueña, regalo de la historia...

Aún con la resaca del carnaval, viajo durante toda la noche hacia el sur con mi compañera de asiento, una niña de unos 10 años, utilizándome como almohada auxiliar. Enternecido, soy incapaz de desacomodarla, así que en ocho horas el único que se duerme aquí, a parte de ella, es mi brazo izquierdo.

A las cinco de la madrugada llego a Sucre y recorro sus callejuelas silenciosas. Deambulando como yo, encuentro a dos mochileros chilenos, también recién llegados, con los que inauguro el día que se anuncia fumando en una plazoleta. Cuando despunta el sol, busco, acompañado de mis nuevos amigos, un alojamiento.

De ésta manera, pasamos un par de días entre visitas turísticas, fumata verde y divertidos juegos de habilidad de importación chilena. Sucre es una hermosa ciudad, su centro histórico está plagado de casas coloniales blancas, como una suerte de Potosí pálido. En cada esquina, una hermosa iglesia o plaza sorprende al paseante. Sus mercados están llenos de vida y autenticidad, especialmente el mercado campesino, que aún conserva la esencia de la Bolivia tradicional, anterior a la masificación turística que se está dando en el país.

Atardecer en los tejados de Sucre

A los dos días de estancia en la ciudad me despido de mis compañeros chilenos. He decidido huir del turismo y refugiarme en Tarabuco, un pueblecito ubicado en un valle de montaña no muy lejos de aquí.

Tarabuco, que en quechua significa “lugar con viento” me recibe con guiños propios de un pueblo español de la posguerra: casas de adobe, ropas oscuras y cholitas que despiden el carnaval con sus mantos punteados al viento. Dentro de lo que cabe, ésta es una población de relativa importancia y ciertamente occidentalizada, pero el continuo devenir de exóticos campesinos llegados de las montañas y valles vecinos dispara mis expectativas sobre la región.

Cada vez que me alejo de los principales núcleos turísticos compruebo satisfecho que aún queda Bolivia castiza. Una Bolivia tan pintoresca que cuesta asumir como real: mirando la estética de los quechuas, invariable desde hace siglos, cuesta persuadir a la mente de que no se trata de una puesta en escena.

Durante tres días paseo por el pueblo y sus alrededores admirando la belleza de su valle y bailando con una comparsa cuya bastonera (la mujer encargada de animar a la gente a menearse so pena de azotes) se encapricha de mi. Asisto también a la Pucara: el ritual en honor a un fallecido en el cual se coloca gran cantidad de productos gastronómicos en una columna. Dicha ofrenda pasa a ser propiedad de uno de los familiares o amigos que, a su vez, deberá surtir la Pucara del año venidero. De esta manera, se rememora al difunto año tras año.

Al amanecer del cuarto día me despido de Tarabuco, de su mesera chismosa y de su via-crucis verde; partiré caminando hacia Puka Puka, mi próximo destino. Según dicen, la comunidad quechua de Puka Puka mantiene aún vigente el ayllus, la forma de organización comunitaria heredada de los incas.

Cual es mi sorpresa al encontrarme una carretera decentemente empedrada que me lleva, en menos de dos horas y sin riesgo de pérdida, hasta mi destino. En lugar de mi idealizado ayllus, me encuentro una población hastiada de turistas y de sus fotos. Unos bolivianos “occidentalizados” de Tarabuco ya me habían advertido de que, por su ubicación geográfica, Puka Puka era la comunidad que recibía los principales impactos de “gringos a la caza de indígenas”, y me habían recomendado Paredón, situada valle adentro.

La carretera continúa más allá de Puka Puka y parece atravesar todo el valle. Es un mal pronóstico para la búsqueda de lugares preservados, pero decido probar suerte de todas todas: el entorno natural es espectacular, y siempre queda el recurso de una acampada solitaria en las montañas.

No he avanzado un kilómetro cuando descubro un camino que cruza el río y se separa de la carretera ascendiendo por la sierra. Como llevo comida, agua y lo peor que puede pasarme es tener que dormir en medio de este paraíso, me aventuro monte arriba. La subida, lastrado por la pesada mochila y a más de 3.000m.s.n.m. resulta asfixiante, pero me impulsa una inexplicable emoción.

La ruta serpentea por las laderas limitando mi visión; estoy seguro de que algo me espera tras cada curva, luego, nada. La pendiente se pronuncia hacia arriba y la falta de oxigeno comienza a ser más fuerte que la euforia cuando, súbitamente, el desfiladero lima sus hostiles laderas descubriendo un remanso verde de campos de cebada y patata, condimentado con flores violetas. Es Thayvaca, un pequeño valle apenas sujeto entre dos montañas. Está poblado por escasísimas familias, que me observan asombradas.

Cuando Casyano, el único nativo que chapurrea algo de castellano, me aborda y me invita a comer y dormir en su casa, no puedo evitar una sonrisa satisfecha y una mirada al cielo: una mirada de agradecimiento a mi suerte, que ha conseguido integrarme entre los herméticos quechuas.

Después de comer y de presentarme a la familia, procedemos a realizar la Chálla: la ofrenda a la Pachamama (madre tierra) que siempre sigue al carnaval. Casyano me lleva a su campo y desentierra una minúscula patata. Con la sequía de éste año amenazando con condenarles al hambre, la ayuda de la madre tierra se antoja imprescindible. Así, durante toda la tarde y parte de la noche, vamos decorando con cintas de colores un campo tras otro e instalándonos en ellos para obsequiarlos con coca y licores de infame sabor. Toda la comunidad se une al ritual, en el que no dejan de rotarse hoja de coca, tabaco y bebidas; las familias propietarias de cada terreno que visitamos se encargan de que no falte abastecimiento.

Bajo la luz de la luna, con las montañas perfilándose fantásticamente en el horizonte, continuamos el ritual recorriendo los campos y cantando, desafinados por algún que otro entusiasta, más generoso con su estómago que con su tierra.
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Recorridas todas las parcelas, la comunidad continúa de fiesta, pero me retiro a descansar abrumado por la experiencia. A la luz de una vela, me tumbo en el suelo de tierra de la cabaña de Casyano y repaso mentalmente el día.


Aquí todas las normas occidentales de salud y propiedad se difuminan en el Ayllus: los niños orinan en sus propios patios, las mujeres dan de fumar a sus hijos pequeños, las puertas no tienen sistema alguno de seguridad y toda la comunidad colabora para recoger la cosecha de cada familia o construir una nueva casa. Una persona que se guíe por el rígido concepto occidental de lo “normal” creería haber perdido el juicio, y yo, tampoco ando muy lejos :P

Al día siguiente, aún atónito por la extraordinaria vivencia, resuelvo continuar caminando de espaldas a la civilización. Mis reservas de agua potable se agotan pero, según dice Casyano, con medio día de camino podría atravesar la sierra y descender al valle vecino de Pampa Lupiara, donde podré abastecerme.

Me despido de mis amigos y continúo el ascenso. El paisaje gana espectacularidad con los metros: arcaicas terrazas incas, alguna casa de piedra engastada en las laderas, cactus milenarios, simas retorcidas, enormes mochuelos y colibrís de montaña… Al principio, apenas avanzo entre foto y foto; pero Inti, el sol del medio día, quema mi piel y reseca mi garganta, fustigándome para continuar.

Mi botella está casi vacía; con la hoja de coca como mejor aliada, recorro y bajo la sierra en una marcha extenuante y sin pausa. A media tarde, llego agotado y deshidratado a Lupiara. El nivel de “desarrollo” del pueblo es considerable, comparándolo con Thayvaca, pero no así su costumbre de ver extranjeros: he coincidido con la salida de la escuela y 20 pares de ojos infantiles me observan atentos y exaltados. La señora del único quiosco del pueblo me refugia en la trastienda y me ofrece un asiento y un plato de arroz.

Repuestas las fuerzas, me dispongo a buscar un rincón para acampar, pues el único colectivo que conecta el valle con el resto del mundo sale mañana a la mañana, y el estado de mi espalda desaconseja subir y bajar otra vez la sierra hasta Puka Puka. Mientras camino, una pareja de aldeanos me llama desde la puerta de su casa: les fascina España y al saber mi “nacionalidad” pronto quieren que me quede con ellos para realizar un completo proyecto de emigración familiar. Así, encuentro una nueva familia que me hospeda y que me enseña su valle.

La libertad del espacio verde y abierto, las nubes contorneadas y definidas en el horizonte, los niños corriendo detrás del extranjero, los pastores que regresan con sus rebaños, un campesino terminando su tejado con paja y barro, las mamitas cosiendo a las puertas de sus hogares… Al atardecer, Lupiara me regala un último paseo por el tiempo antes de regresar a mi realidad; urge escribir, asimilar, integrar tamaña experiencia.

Los montes y valles de Chuquisaca esconden en sus entrañas la auténtica esencia del pueblo quechua y de sus ancestros, los incas. Aún con la imagen de aquellas gentes y aquellos parajes en la retina, no puedo dejar de sentirme afortunado por haber conocido, en primera persona, esta civilización atemporal que resiste, atrincherada entre sus montañas, contra viento, marea y raciocinio occidental.

lunes, 8 de febrero de 2010

Carnaval de Oruro, entre máscaras y quenas...

Tras 20 horas de viaje Camiri- Santa Cruz- Cochabamba, hago un último trasbordo y embarco hacia Oruro, la capital folclórica de Bolivia. Atrás queda la zona sub-tropical y los valles; ahora, el Altiplano se alza titánico e imponente frente a mí. Su sola visión me hace esbozar una sonrisa, como si escuchase una vieja canción, años atrás olvidada.

El ascenso al Altiplano: un paseo por las nubes

Comienza el ascenso: curvas, cuestas y aullidos revolucionados del motor. El día es gris y lluvioso en el valle, nebulosos en la subida y soleado en el Altiplano: hemos superado las nubes acumuladas al pie de la cordillera. En Oruro, transcurre medio día mientras busco alojamiento; por fin 29 horas después de abandonar Camiri, me tumbo en una irregular cama de paja que me parece gloria.

Días antes de la celebración, Oruro comienza a exhibir un impresionante despliegue folclórico, cultural y humano. La sublevación criolla contra los españoles, la invasión indígena de la ciudad, el carnaval, el homenaje a la Virgen del Socavón… los motivos de las fiestas se mezclan y confunden dependiendo del informador. La historia pasada es subjetiva, se ve, afortunadamente, que los colonizadores españoles no terminaron su “trabajo” ¿Pero qué importa algo de confusión bibliográfica con la historia actual borboteando por las calles?

Una "mamita" boliviana portando la Wiphala, el emblema andino más popular. Ésta bandera, cuyo origen se remonta al periodo aymara o incluso a la cultura Tiwanaku, es uno de los símbolos más perfectos de diversidad, justicia y armonía: se trata de un cuadro regular, sin parte superior o inferior que, a su vez, consta de 49 cuadrados divididos en grupos de 7 y de 7 colores diferentes. Cada color tiene un significado: rojo, el planeta tierra; naranja, la sociedad y la cultura; amarillo, la energía y la fuerza; blanco, el tiempo y la dialéctica; verde, la economía y la producción de la tierra combinada con el trabajo del hombre; azul, el espacio cósmico, el infinito; y el violeta, el estado y el poder comunitario.

A dos jornadas del carnaval, salen los niños con sus disfraces, después llega el desfile cívico-militar en el que participan desde el ejército hasta los maestros de la enseñanza pública pasando por veteranos de guerra, asociaciones vecinales, de campesinos, de mineros, etc. Las bandas no dejan de tocar durante horas; en el balcón municipal, el popularísimo Evo Morales no puede parar de saludar con manos, sonrisas y puño en alto a la multitud que le aclama. Por lo que percibo en Oruro y en la TV, el carnaval boliviano es mucho más que eso: es una fiesta nacional con el pueblo como principal protagonista.

Al día siguiente, previo al carnaval, se celebra la Anata Andina, donde miles de campesinos desfilan en representación de sus Markas (pueblos o agrupaciones de aldeas). Uro-Chipayas, Quechuas, Aymaras… uno se pierde en la variedad estética y cultural. Cientos de hombres hacen silbar sus instrumentos mientras las mujeres exhiben al viento sucesiones de polleras coloridas y muestran hermosos animales o flores.

Es la fiesta del indigenismo; el orgullo de ser indio no había sido tan fuerte desde la llegada de los invasores blancos. El “nacionalismo indígena” está cambiando el carácter de ésta gente, esclavizada y humillada desde hace más de cuatro siglos. Desde que he llegado, percibo a los andinos mucho más seguros de si mismos. En consecuencia, son mas confiados y amables, o bien, en función de la persona, más arrogantes y agresivos…

“Bolivia cambia” reza un cartel propagandístico del M.A.S. Comparando éste país con el que conocí hace tres años, Bolivia ya ha cambiado: las mamitas (término empleado para las señoras, especialmente las vendedoras) ya no responden con monosílabos o con tímido silencio; ahora hacen bromas, e incluso guasean resueltamente. Por otro lado, la estética occidental se está imponiendo, así como los hábitos: en el mercado otrora lleno de especias, fetos de llama disecados y hojas de coca, ahora predominan tiendas de móviles y audiovisuales piratas.

Otra vez me encuentro con sentimientos enfrentados, como en Paraguay: ¿Por qué al desarrollo humano debe seguir la globalización? ¿Es tal la fuerza de la pandemia capitalista que es imposible evitarla? Parece que el futuro es suyo: las culturas originales, hasta ahora hermetizadas por el vasallaje y el analfabetismo, son metastasizadas; se arrojan en brazos del “paraíso consumista” del sistema.

Conforme avanzan las fiestas, el ambiente va degenerando: los borrachos son cada vez más numerosos y agresivos y, paralelamente, la suciedad y los orines lo invaden todo. Si, como parece, la cultura andina está destinada a globalizarse, deseemos que importe también el civismo y el frío raciocinio occidental; de lo contrario nos encontraremos con todo un cuadro de “sioux con cargamento de whisky”.


Los basureros municipales, preparados para su estoica tarea.

Por fin llega el fin de semana, y con él, el carnaval: 10.000 bailarines, llegados de todos los rincones de Bolivia desfilan por la avenida, atestada de banderas de color y gente. Masivas fraternidades marchan como un ejército festivo al compás de sus, no menos colosales, bandas.

Cada hermandad tiene su propia historia y simbología: la Llamerada, los Caporales, la Kullawada, la Diablada, los Suri-Sicuris… particularmente me impresiona la Morenada, inspirada en los esclavos negros del colonialismo: su ritmo monótono pero de irrefutable fuerza, el sonido de las carracas emulando el chirriar de las cadenas y su andar cansino y acompasado, emanan todo el dolor y la fuerza de un pueblo sometido.
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La morenada Cocani, por las calles de Oruro...
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Enviadas desde Santa Cruz, también desfilan Reinas del Carnaval y otras aportaciones cruceñas cercanas a nuestro concepto occidental de “carnaval a la brasileña”. En medio de esta explosión de color, todo se alterna indistintamente en un alegre popurrí multicultural…



sábado, 6 de febrero de 2010

Las dos Bolivias...

-¡Hazlo fuera, aquí no te vamos a dar trato de Barajas, te vamos a dar trato de Bolivia!- Así me despacha el oficial de aduanas boliviano por no haber rellenado correctamente la ficha. El hecho de haber entrado por el departamento oriental de Santa Cruz excusa a mi vieja Bolivia por su recibimiento…

El denominado Estado plurinacional de Bolivia consta de diversas etnias agrupadas en dos denominaciones generalizadas. En el altiplano son mayoría los coyas: indígenas andinos, en su mayoría campesinos quechuas o aymaras. En la zona tropical y subtropical, imperan los denominados cambas: mestizos, blancos e indígenas amazónicos.

La variedad étnica de Bolivia es fiel reflejo de su territorio, que goza de tres climas diferentes. Por un lado está el altiplano, tierra extrema y pobre, siempre a más de 3.000m.s.n.m. De clima riguroso y belleza casi extraterrestre, el altiplano se divide en los departamentos de La Paz, Oruro y Potosí. Montaña abajo se encuentra la tierra de los cambas: el oriente boliviano, de clima tropical, donde existen los departamentos de Pando, Beni y Santa Cruz. Y en medio de estos dos mundos tan opuestos, están los llamados valles: tierras mestizas y templadas, de climas subtropicales o semi-andinas, donde se distinguen los departamentos de Chuquisaca, Cochabamba y Tarija.

Mi primer viaje hace algunos años en Bolivia, había transcurrido íntegramente en el altiplano; ahora llegaba a otro mundo, sin complejos de inferioridad y mucho menos tímido con los extranjeros, como demostraba el áspero recibimiento del oficial de aduanas. El oriente boliviano es la región más rica del país y, desde hace años, experimenta un fenómeno secesionista que encabeza la ciudad de Santa Cruz, capital de su departamento y la metrópoli más desarrollada de Bolivia. Santa Cruz es también la urbe más poblada, o la segunda, tras las cuidades de La Paz mas El Alto.

El movimiento separatista de la autodenominada nación camba, amén de un móvil económico, sufre un marcado acento xenófobo. Dependiendo a quien le preguntes, dicho racismo puede achacarse a la presión demográfica y electoral del pueblo coya o a la influencia de los terratenientes blancos de Santa Cruz entre los cambas. El partido Movimiento Al Socialismo (M.A.S.) de Evo Morales, ostenta el poder central y encabeza, según su óptica, una lucha de clases por la igualdad entre indios, blancos y mestizos. Los líderes cambas niegan tal interpretación, y plantean el conflicto como una lucha racial de la mayoría andina, que pretende imponer sus intereses a los pueblos del oriente boliviano.

Las ayudas estatales del M.A.S. están favoreciendo el desplazamiento de miles de indígenas andinos hacia el oriente boliviano. Para los coyas es una tendencia normal, que ayudará a equilibrar la balanza de población/recursos; para los cambas se trata de un movimiento colonizador que culminará con la destrucción de su raza. A mi entender, la marca camba es una raza inexistente, basada únicamente en la “distinción” respecto a los andinos que son, y cito textualmente según diversos testimonios escuchados en Santa Cruz -más morenos y pequeños, pobres, sucios e incultos-.

Mi primera visita es Camiri, una población mediana en el departamento de Santa Cruz. Después de un mes de monótona llanura Paraguaya, la visión de las montañas tropicales de Camiri me obliga a detenerme aquí. La temperatura oscilará entre los 30 y 35ºC, todo un regalo tras la asfixiante experiencia por El Chaco. Por primera vez desde que abandonase Buenos Aires, alquilo una habitación, y además, en un hotel. El precio, cinco euros, es prohibitivo tras mi vida casi gratis en Paraguay.

La hermosa sierra de Camiri...

Durante mi estancia en la población, continúo indagando sobre la ruta a Fortín Ravelo, la aldea más cercana a aquella meseta misteriosa que vislumbré desde Buenos Aires a través de google maps y que ha sido mi “meca exploradora”: el objetivo final desde que salí de la capital argentina. Desde Camiri, debería atravesar de oeste a este la reserva nacional del Gran Chaco Ka-yla, zona sin carreteras y con escasas poblaciones aisladas. La empresa se presenta complicada y larga, así que resuelvo acudir primero al incipiente carnaval de Oruro, jurándome coronar la meseta antes de abandonar el país.

De ésta manera, paso algunos días en Camiri, el epicentro del decadente sector petrolero boliviano. Ésta es una Bolivia innegablemente distinta a la que yo conocí, pero me llena de recuerdos con aromas a Palosanto y hoja de coca. La mayoría de los locales son abiertos y resueltos conmigo, pero no se molestan en ocultar que, si yo fuese procedente de el Altiplano en lugar de la “gran madre” España, todo sería muy distinto. Una chica mestiza me cuenta orgullosa la ruptura unilateral con su ex-novio tras descubrir que éste era coya. A pesar de creerse tan modernos y occidentales, ésta gente parece haberse quedado varada entre el colonialismo y el apartheid.

Un camba de tragos por Camiri... hermano de la Monroe tampoco parece :P




Política aparte, Camiri me regala agradables charlas con la gente del mercado y bellos paseos por sus calles, ríos y montañas. La sierra tropical se me antoja un tsunami de vegetación que se encorva sobre la ciudad. Los niños me observan pasar desde sus casas, los evangelistas bautizan a sus fieles en armonía con la naturaleza...


Me marcho de Camiri con cierta desazón por no dedicarle más tiempo, pero el sentimiento de urgencia por hacerme con un lugar en el masificado carnaval de Oruro no admite réplica.




Evangelistas bautizando en el río...

viernes, 5 de febrero de 2010

Chasco en el Chaco y huida bajo las estrellas...

El sol del amanecer me despierta y levanto el campamento. Mi ánimo se ha recompuesto, pero el paseo matinal por este pueblo que se despereza resulta decepcionante: imaginaba a los menonitas como una suerte de Amish, con sus costumbres y estéticas particulares, pero en realidad, la mayoría sólo son reconocibles por su tez blanca, pues han perdido todo vestigio característico de su religión.

Los menonitas, nacieron de una escisión de la iglesia católica conocida como los Anababtistas (rebautizadores). Los Anabaptistas (Suiza, 1523 d.c.) no encontraban en la Biblia una justificación para la existencia de la Iglesia como institución política y social: consideraban que los cristianos debían ser una comunidad de creyentes que, libremente decidían seguir a Cristo, y dar público testimonio de su fe por medio del bautismo de adultos. Así pronto, comenzaron a declarar sin validez el bautismo de los menores por el rito católico y a rebautizarse unos a otros, de ahí su nombre.

La persecución que sufrieron tanto por parte de la Iglesia Católica como de la Protestante, llevó a los Anabaptistas más exaltados a la revuelta de Münster (Alemania), reprimida brutalmente.

En 1553, Menno Simons, sacerdote católico holandés, conmocionado por la tragedia de Münster, abandonó la disciplina romana y se unió a los Anababtistas pacifistas, que eran la gran mayoría. La influencia de Menno llegó a ser tan notoria entre los Anababtistas, que sus adversarios comenzaron a llamarles “menonitas” a manera de insulto.

Perseguidos sin cuartel en toda Europa occidental, comunidades enteras de menonitas y otros anabaptistas se desplazaron forzadamente, estableciéndose en Europa oriental y, posteriormente, en las Américas.

La comunidad menonita del Paraguay llegó, procedente de Rusia, hacia 1930, empujados por las políticas de Stalin. La 2ª Guerra Mundial fue fatal para los menonitas que quedaron en Rusia, pues, por su idioma, fueron considerados alemanes, y muchos murieron o fueron deportados a Siberia.

Mi idea romántica de una comunidad fraternal de hermanos cristianos, choca frontalmente con la realidad: la gente aquí es arrogante y prejuiciosa. Más que una minoría exiliada y agradecida a sus protectores se me antojan como una élite de colonizadores.

Un menonita en su más pura esencia

Me he marcado como objetivo atravesar el Chaco paraguayo hacia el norte, hacia la ciudad de Lagerenza y de allá a Tapacaré, una aldea ubicada en la frontera con el departamento boliviano de Santa Cruz. El camino se presenta difícil, dada la escasez de transportes en la zona y las evidencias del mapa, que muestran el área como una tierra de nadie sin carreteras ni apenas poblaciones. El destino final es Fortin Ravelo, otra aldea, ya en el lado boliviano, desde la cual podré acceder a una pequeña y caprichosa meseta que pudiese observar hace semanas desde Buenos Aires, gracias a “nuestro señor todo poderoso” google maps. Como en aquel entonces me encontraba confuso y sin dirección, me propuse este inhóspito lugar como primer desafío.

Dado que Loma Plata no presenta ningún atractivo, decido abandonarla, e interpelo a los locales para informarme sobre los próximos pasos de la ruta. Pero estos muestran un desconocimiento absoluto sobre el tema; sólo son capaces de asegurarme que “Allá no hay nada” y que “Es puro desierto”. Un menonita se ofrece finalmente a llevarme a Mariscal Estigarribia, donde se supone que podré viajar en bus hacia el norte. Sin embargo, cuando vamos a abordar su auto me pregunta cuanto pienso pagarle y trata de amedrentarme asegurándome que no existen buses que lleguen hasta allí. Molesto por la maniobra, me ofrezco a pagarle la gasolina, pero el hombre me pide 100.000 guaraníes por ir y volver (menos de 100km) a lo que respondo con una sonrisa irónica y una seca despedida.

Me encamino a la terminal, donde una pareja de obesos menonitas me despacha rápido y groseramente. Acostumbrados a la sumisión de los paraguayos, se quedan noqueados cuando me niego a comprarles ningún boleto: -Como son tan antipáticos prefiero comprárselo al chofer- les digo mientras abandono las instalaciones.

Asqueado del trato con ésta pretendida casta superior, abandono Loma Plata en autobús y, durante todo un día, sufro transbordos e interminables esperas a unos 45ºC entre Filadelfia y Mariscal Estigarribia.

El atractivo de la zona es escaso, las temperaturas y la inoperancia de el sistema de transporte insufribles. Por fin, cuando tras 14 horas de odisea asfixiante llego a Mariscal Estigarribia, los empleados de la terminal me aseguran que “para tomar el colectivo al norte debería regresar a Filadelfia”. Desesperado, harto de luchar, desquiciado por el calor insoportable, me resigno a abandonar el Chaco paraguayo sin cumplir mis objetivos. Pasaré a Bolivia, una vieja conocida que, confío, me devolverá el aliento perdido.

El panorama que me encontraría a mi entrada a Bolivia sería bien poco alentador...

De ésta manera, abandono caminando Mariscal Estigarribia en dirección a la aduana, que está a unos escasos dos kilómetros de distancia. Son las doce de una noche fantástica en la que marcho sólo por la carretera bajo miles de estrellas. Estos dos kilómetros son mucho más que un trámite: son el tránsito, el puente emocional desde el que abordo, tras años de evocación a mí amada Bolivia.

Cuando me disponía a abordar Ciudad del Este, no comprendía el aislamiento del país. Ahora, a punto de pisar tierra boliviana, percibo a Paraguay como el hermano olvidado por la descolonización; no sólo en el aspecto de las circunstancias socio-económicas, sino, lo que es más grave, en lo que respecta a la conciencia de su pueblo. Analfabetismo, indolencia y, tal vez religión, forman el yugo servil que mantiene a los campesinos sumidos en una oscuridad medieval. Se aprecian muchas carencias en una sociedad huérfana de cultura para cuyos hombres beber equivale a pelearse, y donde muchas jóvenes empeñan su vida de pareja con el aspecto económico como referencia primordial.

No obstante, las peculiaridades del Paraguay no se reducen a un orden económico o de clases: las supersticiones y prácticas poco ortodoxas son comunes en todo estrato social. Valga de muestra como Doña Beba, la abuela de “mi familia” rica de Itá, me explicaba con total seriedad el funcionamiento de su criadero de gorgojos (escarabajos), que habían de ser ingeridos, vivos, cada día en mayores cantidades hasta llegar a los 50 por jornada, como supuesto remedio para el cáncer y otras enfermedades.

Como última anécdota de la pintoresca etapa cultural que vive Paraguay, otro detalle al mas puro estilo de los “Dos minutos de Odio” que narra George Orwell en 1984. Un anuncio televisivo del Gobierno contra el revolucionario EPP: aparece un fondo blanco y suenan dos tiros simultáneos a la aparición de sus dos respectivos agujeros de bala. A continuación, una música oscura y violenta comienza a sonar mientras se suceden fotos de los cabecillas del grupo revolucionario. Todo se congela un instante y suena la voz de un hombre, estilo “telepantalla” de 1984, que dice: -Existen Enemigos del Pueblo Paraguayo, recompensa: 500.000.000 guaranis-.

Dado que carece de los grandes monumentos naturales o arquitectónicos de otros países latinoamericanos, Paraguay se presenta de difícil lectura para el visitante; y no porque la gramática de éste “libro” sea compleja, sino porque su belleza reside precisamente en su sencillez. Los ojos de un turista convencional, en busca de fotos de postal, solo verían una uniforme llanura verde sin interés; pero su gente, y la historia que vive el país guaraní, lo hace apasionante.

Paraguay, sencillo y hermoso

A las tres de la madrugada pasa el primer colectivo. Acuerdo un precio con el chofer y, como no quedan asientos libres, me acomodo en el piso. Contemplo así mis últimos kilómetros en suelo guaraní con una mezcla de alivio y melancolía. Paraguay, como Cuba, es un país al margen de la situación contemporánea global; un verdadero viaje en el tiempo que requiere un considerable esfuerzo de asimilación.

Al margen de sus problemas socio-políticos, son muchas, demasiadas para escribirlas todas, las alegrías, frustraciones y sorpresas que me llevo del Paraguay; pero, por encima de todo, destaca su sencillez, la hospitalidad de sus gentes y la sonrisa de sus niños. Gracias de todo corazón.