Tras la Navidad, con varios litros de Fernet con cola en sangre y los acordes de Piojos, Kapanga y compañía aún en la cabeza, abandono la capital argentina, mi refugio "europeo" en Latinoamérica. Fiel a mi estilo rompedor, pretendo comenzar por uno de los bocados más fuertes: el desconocido y mal afamado Paraguay. Según los viajeros, es un país feo, hermético y peligroso.
A pesar de mi ubicación geográfica, junto a la frontera guaraní, no encontraría ningún viajero o local que conociese Paraguay más allá de Ciudad del Este o Asunción. Estaba visto que tocaría lanzarse hacia adelante dando palos de ciego, pero no adelantemos acontecimientos...
Mi primera noche en Puerto Iguazú, con el ánimo trasnochado por el viaje, conozco a Carlos: un cincuentón hiperactivo y alegre, que se convierte, sin que yo ponga demasiado empeño, en el mejor gudari que Latinoamérica haya parido para Euskal Herria. Las sucesivas noches, Carlos me relataría sus cruzadas ideológicas contra los turistas españoles que frecuentaban el bar donde trabajaba :)
Carlos, en su más pura esencia :P
Al cabo de unos días de pura joda argentina, resuelvo sacar más partido a la provincia de Misiones y embarco hacia la reserva provincial de Urugua-i en compañía de Mariano y Flavia, una pareja argentina. Acampamos junto al puesto forestal de Uruzú, cuyo guardaparques nos acompaña a lo largo de nuestras noches a la luz del fuego; envueltos por la espesura, sazona nuestras cenas con sus historias de persecuciones de furtivos y rutas "macheteras" de días por el bosque virgen. Escuchando sus palabras, comienzo a tomar conciencia de la fuerza del titán selvático y los millones de seres diferentes que subyacen en su interior. La selva es un vergel de vida y muerte que, apenas salpicando unas gotas sobre mí, ya me fascina y me aterra.
Al medio día, cuando el calor nos hacía transpirar sin reservas, el acoso de los insectos se intensificaba en pos de nuestro sudor. Podía llegar a acostumbrarme, e incluso a disfrutar, al sentir las decenas y decenas de bocas y espiritrompas besándome la piel, pero por desgracia, las abejas eran tan arrogantes que se metían entre los dedos de los pies, bajo las axilas y entre la ropa. Estos momentos requerían de constante autocontrol, pues bajar el brazo, apretar los dedos o, simplemente rascarse, podía significar un severo correctivo por parte de las recolectoras de sal.
Algunos destellos de color... besos de mariposas
Por la noche, los sonidos de la selva incrementaban el enigma de sus misterios: gruñidos y ruidos inexplicables, semejantes al de una rota-flex, se escuchaban por doquier. Cuando entraba en la carpa escapando de la legión de insectos que me acosaban a despecho del repelente, decenas de mariposas nocturnas batían las alas atrapadas entre la mosquitera y la tela impermeable. Su número era tán elevado que sus movimientos emulabann el sonido de la lluvia sobre mi tienda.
Sandalias usadas, el mejor reclamo para las mariposas nocturnas...
Me siento salvájemente vivo, pero también vulnerable. Ésta no es la naturaleza domada a la que estoy acostumbrado: aquí sólo soy un individuo más, presa o cazador, anfitrión o parásito. Termino la acampada cubierto de picotazos de tábanos, mosquitos, arañas y con 14 dosis de veneno de abeja en las venas. Antes de marchar, meto por última vez los pies hinchados en el río y decenas de pececillos me cosquillean los dedos como un último presente de ésta naturaleza indómita...
Jon! Tantos recuerdos de ese viaje, de la selva misionera, volví agusanado. Con una aguja me los tuve que quitar uno a uno, como los perros agusanados!
ResponderEliminarQué impresionante la foto de Carlos, qué personaje de novela; y el Richard con sus historias.
Abrazo, Mariano.-
Me sigo leyendo las otras entradas