domingo, 17 de enero de 2010

A descubrir el "infierno" paraguayo...

Para comenzar fuerte, Ciudad del Este: ciudad fronteriza, de tradición contrabandista y con fama de peligrosa. No pretendo estar en ella más tiempo de lo imprescindible, pues sé por experiencia que las grandes ciudades tienen a acumular el mayor monto de miserias y de violencia de sus países.

Atravieso la unión de los ríos Iguazú y Paraná, piso tierra firme, miro la ribera argentina y me siento fuerte viéndome ahora al otro lado. Subo la montaña franqueando casitas de madera ante la mirada estupefacta de sus habitantes. Debo tomar el colectivo a Ciudad del Este en la aldea portuaria de Presidente Franco pero, por el camino, una familia me recibe con "sopa paraguaya" (una suerte de pastel de maíz) y un enorme mapa de Paraguay para indicarme los lugares más interesantes del país.

Tomo el colectivo a Ciudad del Este con una gran sonrisa: el mito comienza deshacerse... por el momento, porque según entramos en el nucleo urbano, un drogadicto se sube al colectivo navaja en mano y dice algo en guaraní al chofer. Sin perder la calma, cómo en un peaje cualquiera, el conductor toma dos billetes de el centro hueco del volante, colocados allí a todas luces para una situación como ésta, y se los entrega.

Unos metros más adelante comienza el caos: vendedores de toda índole y estatus legal abarrotan las callejuelas mientras cinco o seis vigilantes guardan con armas largas la entrada de cada banco o negocio que se precie. La gran ciudad regresa a mi en toda su plenitud: suciedad, materialismo, violencia, drogas y capitalismo en general.

Estaba mentalizado para no extrapolar la imagen de Ciudad del Este al resto de Paraguay asi que, sin dejarme amedrentar por el entorno ni por el complicadísmo sistema monetario del guaraní, realizo mis trámites lo más rápido posible y me encamino a la terminal: he decidido alejarme de la zona urbana y suburbana, para lo cual elijo al azar un pueblo camino de Asunción llamado Colonia Yguazu.

En la terminal, pregunto por el colectivo hacia la población, a lo que maleteros y pilotos me responden ambiguamente "cualquiera de la ruta siete te llevará". Inocentemente, voy preguntando a los conductores y obteniendo negativas dudosas, como si mi pregunta estuviese mal formulada.

-Tienes que preguntar por el KM 41- me susurra un chófer brasileño como si de una confesión se tratase. Sin más explicación, el conductor se da a la fuga, dejándome solo para desentrañar el misterio. Aún tardo un rato en deducir que los trabajadores del transporte colectivo esperan una "paga extraoficial" para detenerse en un lugar "extraordinario".

Me acerco a un bus destino a Asunción y le hablo a su chófer entre labios -¿Puedes dejarme en el KM 41?-
-20.000- responde sin mirarme.
-7.000- regateo.
-No acostumbro a parar, yo voy directo- insiste.
Pero ante mi silencio, sentencia:
-De acuerdo, dame 10.000 y sube-
Y, de ésta manera, embarco para el KM 41, la tierra de nadie donde no paran los colectivos.

Mi desconocimiento del "sistema" de transporte paraguayo me ha llevado casi toda la tarde; llegaré a Colonia Yguazu ya de noche, pero estoy tranquilo; me dejo llevar y confío en la providencia.

Apeándonos en el Km 41, conozco a una mujer mayor que me invita a acampar en su terreno. Venía dispuesto a dormir oculto en la maleza, pero la perspectiva de gozar de la protección de una familia paraguaya y de conocer desde dentro su sociedad, es una oportunidad demasiado tentadora. De esta manera, acompaño a Elsa, mi benefactora, alejándome de la carretera por caminos embarrados. Al rededor, la oscuridad es absoluta; no será hasta mañana cuando pueda saber cómo es esta aldea que hoy me hospeda.

Al amanecer, un coro de gallos me despierta y descubro el barrio de San Miguel: un paraíso verde engastado de casitas de madera, algunas de vivos colores. El lugar me encandila sobremanera, reteniéndome aqui día tras día. Acabo de retoceder en la involución humana, de descubrir una sociedad bucólica: la forma de vida humanizada y apacible que sueña todo vagabundo exiliado del capitalismo.

Todo parece armonizado por un equilibrio simbiótico entre hombre y naturaleza: las gallinas, pollos, gatos, ocas, perros, patos, vacas y caballos de cada casa pululan libres y sin conflicto por el espacio común, al que no sabría si denominar "calle". Por la noche, cada bestia se recoge en su hogar tan naturalmente como el sol se oculta. Los perros de cada casa ponen entonces un código de ladridos para coordinar la vigilancia del barrio. Una vigilancia aparentemente innecesaria, pues en este lugar no parece existir la violencia o el robo, ni la mayoría de las manifestaciones, por mi conocidas, de la miseria humana. La gente duerme con ventanas y puertas abiertas y los niños, mucho más numerosos que los adultos, corren libres y descalzos por todos los rincones.


El recibimiento que me dispensó el barrio fué quiparable al de un extraterrestre: los adultos interrumpían sus actividades y me seguían con la mirada por toda la calle, algunas personas venían a verme a casa de Elsa y los niños eran capaces de pasarse horas a mi lado mientras escribía, contemplándome en absoluto silencio. El tiempo no importaba, porque transcurría en calma y felicidad; cualquier mirada, cualquier gesto, era un buen motivo para sonreir.

Ójala pudiese recordar siempre esta esencia de humildad y de sencilla felicidad. Si esta es la naturaleza del ser humano, ¿cómo hemos podido pervertirnos tanto?

La fortuna increible que me supone correr descalzo por la selva en compañía de los jóvenes "salvajes" de Colonia Yguazu, o la felicidad que siento chapoteando y riendo con niños y mujeres en un riachuelo cenagoso son sensaciones de verdadera vida, destellos de autenticidad que me devuelven el entusiasmo por el mundo.

Pero, ¿que piensa el pueblo de su visitante? Tan chocante me resulta a mi descubrir este lugar como a sus lugareños encontrarse, una buena mañana, al extranjero con pelo en la cara y pendientes de mujer realizando cientos de fotos excéntricas e incomprensibles por sus calles.

El chismorreo me llevó de hogar en hogar y me fue dotando de diversas "personalidades": primero fui el vagabundo loco que viaja errante con una carpa, como un caracol; después me convertí en el amante de Elsa, mi anfitriona de 57 años, la dóblemente divorciada, la mujer "moderna" o loca del barrio, dependiendo de a quien le preguntases. Con los días, la gente fué ganando confianza y, una noche, los hombres del barrio me invitaron a "su" bar, pues las mujeres no lo pisaban si no era para servir. Después de una conversación y unas cervezas con ellos, mi estatus ascendió a periodista europeo.

La señora Elsa, a la que la rumorología convirtió en mi amante :P

Desde aquel momento, me llovieron las invitaciones para cenar en las casa de las familias más aburguesadas o para contraer diversos matrimonios con pretendientes que abarcaban desde los 14 hasta los 40 años.

Cierto día, conocí a una pareja de funcionarios que al saber que "era periodista" se pusieron en contacto con el intendente (alcalde). Así, por golpe y gracia de nuestro señor el chisme, un día me vi codeándome con la jet-set municipal. Sin embargo, no di demasiado fuelle al asunto: lo cierto es que prefería seguir corriendo descalzo por la selva con "mis niños salvajes"...


2 comentarios:

  1. PEDAZO DE FOTOS!!!!Felicidades, me encanta, y bueno, todo lo q explicas fascinante...soy tu fan, ya lo sabes. Un besazo, vuelve pronto.
    Patricia

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  2. soy de yguazu y deberas es un lugar hermoso un paisaje lleno de naturaleza de personas humildes pero muy bondadosas un lugar silencioso, tranquilo...visiten yguazu les recomiendo pues no se arrepentiran..

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