Al tercer día de permanencia en Sucre embarco hacia Cochabamba, y paso toda la noche dando tumbos por caminos empedrados. Llego a la ciudad al amanecer, deposito mi pesada mochila en la consigna de la terminal y me dispongo a explorar la urbe. Camino receloso: los comentarios sobre la peligrosidad de Cochabamba, combinado con la hora temprana me intranquilizan.
Recorro la ciudad desierta mirando de reojo las callejuelas y emboscado bajo mi gorra. Una comunidad de indigentes viven bajo los arcos de la plaza, por lo demás, ningún otro síntoma de riesgo o marginalidad. Son las 6:30 de un domingo lluvioso y Cochabamba continúa dormida.
Tranquilizado por la paz solitaria de las calles desiertas atravieso el centro histórico en dirección al Cristo de la Concordia. Ésta me resulta una ciudad extravagante e imprevisible que sorprende a cada cuadra con balcones, tejados de inspiración noreuropea, murales reivindicativos y extraños templos de estilo nada colonial. Sobre el rico ecosistema arquitectónico, cientos de cables eléctricos franquean cada esquina en total anarquía.
Al fin lo veo: la estatua de Cristo más grande de Latinoamérica (34´20m más 6´24m del pedestal) me espera en lo alto de su cerro con la cabeza incrustada en las nubes. El teleférico apagado y los 1399 escalones mojados no me desaniman; empapado y jadeante termino alcanzando mi objetivo.
La ciudad se extiende a mis pies y, aún bajo la mirada fría de la estatua, siento mía la urbe. Vuelvo la vista al ídolo pétreo, a sus ojos vacíos y a su cara inexpresiva. Éste Jesús posee un gesto más propio de conquistador que del amoroso hijo de Dios de la Biblia. Regreso hacia la terminal tratando de controlar el temblor de mis rodillas tras la bajada.
El mismo domingo por la tarde, decenas de maestros de la escuela pública se afanan por regresar a sus puestos en las aldeas del Chapare, la región subtropical del departamento de Cochabamba. Villa Tunari, mi próximo destino, es la principal población de la atestada ruta. De ésta manera, pronto me veo repartiendo codazos entre la marabunta de letrados batallando por un asiento en cualquiera de los trufis que hacia allá se dirigen. Con la mochila a cuestas soy demasiado pesado para competir con los experimentados usuarios del transporte inter rural, y la ley del más rápido se impone furgoneta tras furgoneta. Después de dos horas de lucha bajo la lluvia, una señora que he conocido en el curso de la “contienda” se apiada de mí y me consigue un asiento junto a ella.
Atravesamos una exuberante cordillera subtropical, como observé en Camiri, un tsunami verde de gruesos árboles. El espacio entre las copas de los árboles y el suelo es un manto heterogéneo de enredaderas y lianas. En verdad, la tierra está muchos metros por debajo de mi línea de visión: completamente tapado por el litigio de las fuerzas vegetales por la luz solar. Fijo la vista en ésta explosión de vida que borbotea por las laderas. La carrera por la luz se me antoja feroz, cruel, competitivamente capitalista; natural, al fin y al cabo. Me vienen a la mente imágenes de millares de seres humanos pujando entre sí, tratando de llegar más arriba en una empresa o defendiendo su espacio vital en el metro. Los ciudadanos de las metrópolis conforman otra selva espectacular y salvaje: la gran urbe capitalista.
Pero no hace falta ir tan lejos: acabo de recordarme a mi mismo, minutos atrás, compitiendo con los maestros por embarcarnos en éste trufi en el que ahora viajamos. Ni siquiera el irme de viaje es una salida asegurada: la superpoblación humana y el egoísmo nos condenan, a veces irremisiblemente, a la ley de Darwin.
Llego a Villa Tunari al anochecer, tras 24 horas de viaje desde que abandonase Sucre. Agotado, me instalo en un hostal asomado vertiginosamente a la margen del río. Fuera, miles de insectos y ranas cantan en los charcos de lluvia y las ramas de lo árboles...
Así, paso algunos días en ésta población del Chapare boliviano. Cada anochecer, las nubes acumuladas al pie de la sierra se abaten sobre nosotros en forma de intensísimas tormentas tropicales. En cuestión de minutos, las calles se convierten en ríos, y todo vibra, mucho más de lo que imaginaba que era posible, en cada trueno. Éste es un mundo de agua, frecuentado por titanes naturales que crean y destruyen, haciéndome sentir pequeño y vulnerable. Para colmo, los últimos corrimientos de tierras han ensanchado las orillas de río y mi hostal está a punto de perder una de sus casas, regalándome noches nada tranquilas.
Durante algunos días recorro la región acompañado del guía José, alias “El Gusano”. Tomamos varios trufis atravesando exóticas poblaciones de casas de madera. La hoja de coca seca al sol esparcida a la puerta de cada hogar. Las construcciones de ésta zona se asemejan a las tradicionales casas asturianas pero con paredes bajas, a media altura, que sólo proporcionan intimidad a sus residentes cuando se encuentran tumbados o sentados en el segundo piso. Ante mi asombro, “El Gusano” explica que, esta inverosímil estructura, es la que mejor protege a las gentes del azote de la humedad.
-María Suarez, María Suarez, la llama Limbert García desde Cochabamba- resuenan unos altavoces. Cada pueblo de relativa importancia dispone de un centro de comunicaciones que recibe llamadas telefónicas y, por megafonía, solicita la presencia del familiar requerido.
Tras algunas horas por senderos forestales, nuestro camino muere en la orilla de un río. “El Gusano”, sin atisbo de desconcierto, extrae de su mochila tres cámaras de neumáticos, las hincha y, con aire profesional se dispone a improvisar una chalupa. Atamos un madero sobre los hinchables a modo de cubierta y, a horcajadas, remamos unos metros río adentro. A los pocos segundos estamos nadando de vuelta hacia la orilla remolcando nuestra inestable embarcación, que ha volcado tras unos bandazos de aviso.
Ya mojados y resignados, nos colocamos semi-hundidos en el interior de los neumáticos con la balsa invertida respecto a su posición inicial. Iremos más húmedos, pero nuestro centro de gravedad está en la tabla, ahora sumergida dentro del agua, lo que nos confiere la estabilidad que antes no teníamos. De ésta guisa, comenzamos a descender hacia la Villa 14, el pueblo cuna y origen de Evo Morales.
Las horas transcurren lentas mientras nos dejamos llevar por la tranquila corriente. Sólo Negro, el fiel y asilvestrado perro de José, turba la calma existente rompiendo monte de manera espectacular para seguirnos por la selva. El animal aparece, desaparece y cruza de una orilla a otra buscando las zonas de maleza menos tupida. De súbito, una enorme capibara, espantada a todas luces por Negro, salta junto a nosotros desde la orilla y se escabulle buceando en medio de un gran chapoteo. El hermoso Martín Pescador, señor del río, también nos obsequia con su visita, ésta mucho más calmada, casi gentil.
A medio día, nos detenemos a comer junto a lo que parece, vagamente, un sendero. Caminamos unos metros de espaldas al río y, tan pronto como la espesura estrecha el camino, José ordena a su perro marchar delante. Ante mi incomprensión, el guía me explica que –En la guerra por el control de la coca, los comandos antinarcóticos acostumbran a aventurarse por la selva en busca de plantaciones ilegales. Para amedrentar a la policía, los cocaleros colocan “armadillas” en los caminos a sus campos y laboratorios-. Las “armadillas” son trampas mortales elaboradas con una escopeta enfocada hacia el camino y un hilo invisible que atraviesa el sendero y activa el disparo…
Un aullido de alarma resuena en la selva y centenares de monos escapan de rama en rama, asustados por Negro, que ha abandonado su misión exploradora para seguir, una vez más, sus instintos predadores. Acosados por los mosquitos, abandonamos el paseo sin más novedades y regresamos a la margen fluvial para almorzar.
Continuando con el descenso, un árbol caído nos corta el paso atravesado de orilla a orilla. Machete en mano y hundidos en el fango, luchamos durante casi dos horas por trasladar nuestro precario transporte al otro lado. Al final, sudorosos, picado y arañados, podemos proseguir la navegación. Al atardecer, llegamos junto a una ruta empedrada donde un trufi nos “rescata” de vuelta a la civilización.
Durante los dos días siguientes en el Chapare, la desidia va apoderándose de mí: ni Santa Cruz, ni La Higuera (el pueblo donde mataron a Che Guevara) ni mi “Meca”, la meseta que me propuse alcanzar desde que salí de Buenos Aires… nada es capaz de iluminarme bajo el velo de indiferencia que me cubre.
Las noches tormentosas me acorralan siempre en mi habitación, esquivando la soledad con melancólica maría y lectura. A las horas, el dormitorio se ha convertido en mi único mundo: un refugio kafkiano siempre supervisado por la mirada serena del ventilador. Estoy a punto de abandonar, nada me motiva ya, sino es la búsqueda cibernética de posibles vuelos de vuelta a casa.
Buscando un golpe de efecto, decido renunciar al descubrimiento del Oriente Boliviano y de mi soñada meseta “peregrina”. No estoy en condiciones de abrir camino, en su lugar, recurro a la ilusión de los recuerdos: viajaré a La Paz y después me refugiaré en el útero apacible y maternal del viejo Titicaca...