martes, 2 de febrero de 2010

El safari cómico y las sorpresas nocturnas...

De ésta manera, tras un exhaustivo control militar en el embarcadero, me aventuro por las calles de Puerto Casado. El sol en su apogeo proyecta toda su fuerza perpendicular sobre mi, como queriendo aplastarme, detener mi paso. El viento, aún más sofocante que el ambiente por el contacto con el suelo ardiente, levanta nubes de arena que crujen en la boca y resecan la garganta. Es el Chaco en toda su crudeza, que me regala un “paseo” a más de 40ºC.

Los caminos polvorientos están vacíos y la desolación es absoluta. Me detengo en el único establecimiento de la aldea, un local polifacético y triste que funciona de bar, hostal y terminal de autobuses.

Mi intención es embarcarme hasta Loma Plata, una colonia menonita en pleno corazón del Chaco Paraguayo. Sin embargo, la empleada me hace saber que el único colectivo que hay en el pueblo es semanal y que, contrariamente a lo que me habían afirmado en el barco, ha partido por la mañana sin esperar a los viajeros procedentes del río.

Oficialmente, no hay ningún otro tipo de transporte hasta dentro de siete días; me he quedado aislado, pero aún puedo apelar a la solidaridad humana y a la suerte del caminante: confío en no tener que permanecer siete días en éste horno baldío.

Todavía vagabundeo sin rumbo por la calles cuando pasa una ranchera. Por su reducida velocidad, no lleva visos de salir de ruta, pero aún así los interpelo: -¡Llevadme!-
No entiendo la respuesta del conductor, pero su gesto para que aborde la parte trasera y los siete días de espera que me aguardan aquí me impulsa a obedecerle sin preguntar.

Abandonamos el pueblo y, a pocos metros, la ranchera se detiene en un campamento. Mis nuevos amigos, obreros de construcción de carreteras, me aclaran la nueva situación: uno de los suyos viajará esta noche hasta Asunción y podrá acercarme a Loma Plata. Mientras tanto, me ofrecen comida, ducha, cama y hasta aire acondicionado. Acepto agradecido y feliz con mi suerte pues, desde que abandonase Itá, no he conocido otra cosa que traqueteo, hacinamiento e incomodidad.

Al atardecer, un prehistórico camión se detiene ante el campamento para recogerme y comienza así un safari disparatado que ninguna agencia turística podría proporcionar.

Contemplo sonriendo el atardecer mientras abandonamos Puerto Casado. Hugo, el camionero, se detiene en una curva y se apea junto a una cruz de difunto. Desde la cabina del vehículo le veo colocar una vela mientras habla profundamente.
–Aquí murió en accidente mi compadre- explica al regresar –siempre que voy a viajar me detengo para pedirle que me proteja-
Asiento comprensivo y le comento que me parece una hermosa costumbre. En ése momento no imaginaba que necesitaríamos la ayuda de su amigo, y la de todos los santos, para alcanzar nuestro destino.

Durante unas horas, la ruta transcurre tranquila, amenizada por fugaces encuentros con venados y osos hormigueros que nos salen al paso. Cuando oscurece completamente, Hugo se detiene a centrar las luces, que están totalmente desviadas hacia los exteriores. Tras varias intentonas inútiles de ajustarlas con un destornillador, mi ingenioso chofer resuelve fijarlas encasquetando piedras entre el foco y el faro. Al regresar satisfechos a la cabina, el panel de controles ya no se ilumina.
-Hemos debido de tocar algún contacto- resuelve Hugo sin apuro. –Da igual, sólo tenemos que estar atentos a la temperatura del motor-
Y así, con mi compañero iluminando el panel del conductor con la luz de su celular, proseguimos la marcha.

Volvemos a detenernos al cabo de un rato para comprobar los niveles de agua del radiador. Al parecer tenía fugas, pero Hugo me confiesa que, con sus recursos habituales, ha conseguido cegar la vía de escape echándole jugo de tomate. Proseguimos sin demora: cada avería y cada disparatada solución del conductor van condimentando el viaje y transformándolo en comedia.

Éste era el aspecto de nuestro "veterano" motor...

Tras varias horas de camino y de animada charla, el semblante de Hugo se torna en asombro: -¡Carajo!- Dice levantando sobre nuestras cabezas la palanca de marchas que se ha desprendido del embrague. Pero ésta es una avería menor para el camionero que vuelve a encajar la palanca y continuamos, siempre adelante.

Entre averías y chistes, el viaje nos está llevando más del doble de lo previsto y, bien entrada la noche, el camino abandona su superficie de tierra para hacernos revivir el Paris-Dakar sobre la arena. Cuando nos desviamos hacia Loma Plata, compruebo que la colonia menonita está apartada más de 70km de la ruta de Asunción, destino de mi compañero. Circulando por éste tipo de pista, 70km suponen unas 4 horas de ida y vuelta para él. Al comentárselo, me responde sencillamente que –No tiene importancia- A mi entender, 140km con ésta carraca y por éstos caminos en mitad de la noche, tienen una importancia considerable; y una vez más, me maravillo del espíritu solidario de ésta gente.

Llego a Loma Plata a las 3 de la madrugada, satisfecho de la experiencia camionera pero agotado; me despido de mi compañero de odisea y me apresuro a buscar un lugar para dormir.

El pueblo está absolutamente silencioso y desierto, los escasos establecimientos están cerrados y no hay ningún hostal ni nadie a quien preguntar. Opto por acampar y me dirijo a las afueras…

Cuando estoy tanteando un descampado donde montar la carpa, aparece un coche en la oscuridad: lleva las luces apagadas. Se detiene junto al prado y un enorme foco se enciende desde la ventana del copiloto deslumbrándome. Alcanzo a distinguir el cañón de una ametralladora y una mano extendida, haciéndome un gesto para que me acerque. El corazón me da un tumbo, y mi primer impulso es el de salir corriendo entre la maleza, pero parece una empresa imposible con la mochila a cuestas…

Mientras me acerco muy lentamente, se me ocurre que podría dejar caer la mochila y correr, pero no: ya estoy demasiado cerca. La puerta trasera se abre y, con gran alivio, veo salir de ella a un policía uniformado. Vuelvo a respirar y río de alivio, pero su semblante vuelve a ponerme en alerta.

El agente, presto a desenfundar, requiere mi documentación mientras ilumina en todo momento mis manos con su linterna. El maldito foco se apaga por fin y, del asiento del copiloto, baja otro oficial armado con la ametralladora…

Durante un buen rato me registran e interrogan minuciosamente, hasta convencerse de que no soy un forajido ni un miembro del EPP. Después, me permiten acampar en el descampado y me tranquilizan, o advierten, diciéndome que ellos estarán patrullando por la zona.

El terreno es sucio y desagradable, y está insoportablemente caliente por los rayos del sol, pero estoy demasiado cansado. –Es sólo por ésta noche- me repito, tratando de superar la pájara anímica que me atenaza…

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